De las cosas que más me revientan… me reventaban… me siguen reventando a veces… Que me interrumpan. Pero no de manera anecdótica o cuando alguien no se da cuenta, o simplemente acontece en una conversación sin importancia o de ascensor. Tampoco si es para sorprenderme en ese momento con una muestra de cariño, o un gesto espontáneo irrefrenable, o me envuelven en su acción para ir juntos a otro lugar. No, me refiero a ese momento que es crucial para mí, que precisa tacto porque me estoy abriendo o me resulta complicado emocionalmente.
Pese a que soy de común extrovertida, todavía encierro cierta reserva de aquellos días de infancia donde sentí que lo que estaba contando no importaba a nadie. O incluso cuando me mandaban callar porque alguien o algo (la tele o la radio) precisaba la atención por encima de mí. Recuerdo que me hacía sentir pequeña, ínfima, insignificante, carente de valía… Es como si alguien ilusionado nos ofrece entre sus manos sus tesoros más valiosos y lo apartamos de un manotazo sin mirarlo siquiera, tirándolo al suelo y pasando de largo.
De sentirme herida, pasé a enfadarme, a la ofensa, al reproche…; de nuevo al desprecio, al victimismo, al rencor…; de la ofensa al ataque y así… Hasta que hace bien poco me di cuenta de cuánto tengo que agradecer a esas interrupciones que conformaron en mí un magnífico abanico de estrategias para captar la atención:
- Mi voz tomó cuerpo para hacerse oír
- Mi discurso se moduló para dejarse escuchar
- Mi dicción se afinó, para mejor comprender
- Mi físico en gestos se acompañó para a mi palabra adornar
Y no solo estos recursos desplegué. Si bien en su inicio no contribuyó con mi autoestima, de adulta me ha ayudado mucho:
- A rescatar la humildad
- A no acaparar conversaciones
- A relativizar mis «geniales» ideas
- A escuchar en profundidad al otro
- A esperar momento
- A vivir mi palabra en mí
Así que cuando tengo ocasión de reflexionar acerca de algo que me molesta, que critico, que juzgo como defecto o mala obra, me detengo a ver si por abajo asoma el potencial que esa sombra despliega. ¿Qué puede esconderse detrás de un acto avaro, controlador, invasivo, tristón? Pues una estupenda oportunidad de saber guardar, de preservarse de riesgos, de guiar o de mostrar vulnerabilidad.
Si solo vemos el defecto, estamos ciegos. Nos perdemos la posibilidad de crecer de los actos injustos, las manipulaciones a las que intentan someternos o los negados regalos de oídos que esperamos recibir. Estamos preparados para la supervivencia y ésta es sencilla llevarla a cabo enfocándonos en lo desagradable, en la mancha, en lo feo. Pero prepararse para vivir precisa un extra de captación, una consciencia mayor que nos conduce a poner la vista en lo oculto, en escuchar los silencios, en interpretar vacíos y en acariciar el alma de las personas en cada encuentro.
De hecho, todo acto nace en su inicio de una «buena» intención, en el sentido de que aunque no lo entendamos, las personas tienen sus «razones» para hacer lo que hacen. Obvio es que podremos discrepar de ello. Difiere mucho una conducta que proviene del miedo, de otra que proviene de la soberbia, o de otra del amor, aunque en apariencia el resultado parezca el mismo. Por ejemplo, si pedimos a alguien dinero y nos lo niega, no es lo mismo que nazca del miedo a no saber luego reclamarlo o que le falte a él, a que nazca de ponernos un límite a quien entiende que no nos hacemos responsables de nuestro patrimonio y quiere darnos una lección, o de otra que se ha comprometido con anterioridad a atender otro principal valor. Insisto, aunque no compartamos sus razones, y aún siendo un mismo acto negar la ayuda o el favor, devienen de energías diferentes y todas son igual de válidas. Ni buenas ni malas. Corresponden al proceso de consciencia de quien lo ejecuta, lo mismo que corresponde a nuestro proceso de consciencia al recibirlo y tomarlo de una manera u otra.
Quizá te preguntes ¿y esto para qué me sirve? Para generar empatía, para apartar tu ego no sabiéndote siempre el ombligo del mundo, para ganar en compasión, para sublimar tu sensibilidad. Si solo nos quedamos con la sombra que nos reflejan los demás, creeremos que vivimos entre ineptos, malvados y míseros seres. Y en estos tiempos, es algo que escucho en exceso decir de los políticos, jefes, compañeros de trabajo, jóvenes, personajes de la tele, domingueros, vecinos, negacionistas, funcionarios, y un sinfín de colectivos y grupos a los que separamos de nuestras nobles acciones para convertirlos en inmundicia.
¿Y sabes qué ocurre cuando hablas mal de los demás y únicamente ves ese defecto que todo lo nubla? Que en verdad solo hablas de ti, de lo que habita en ti, de tu capacidad de análisis, de tu cortedad de miras. Todo defecto encierra una virtud en potencia que has de observar y desarrollar en ti para transformarte. Cada agravio, cada torpeza, cada egoísmo es un «gracias» que nos permite avanzar.
Si no podemos cambiar a los demás y encima nos vemos inmersos en sus acciones, al menos tengamos la suficiente inteligencia para extraer el aprendizaje que nos haga mejores personas. De lo contrario, obsérvate… estarás en la queja, en el victimismo, en la soberbia, en la rigidez, en la intolerancia, en el pedantismo más absoluto. Si solo vemos el defecto, estamos ciegos. Y hay tanto por ver… tanto por leer entrelíneas… tanto por escuchar entre labios…
Siempre volvemos a encontrarnos
en la noche o en el amanecer,
debajo de las sabanas que vuelan
sin las alas de un pájaro,
pero con el viento del amor.
Tantas cosas emocionan
cuando dejamos nuestra piel expuesta
al infinito
También con la piel se percibe… Gracias.