Antes pensaba que todo se resumía en un solo miedo: morir, desaparecer, no estar, no ser… Se ha hablado de instinto, de pulsión. El miedo a la muerte ha inspirado ríos de tinta, sangre y pólvora.
Igual es esa manía mía de retorcer horizontes inamovibles, pero mis miedos parecen el reverso de la misma moneda.
Un día me vi temiendo al éxito. Me he negado esto, claro, a ver quién es la idiota que acariciando el logro se echa para atrás respirando tranquila sabiendo que le esperan los amplios y cálidos brazos del fracaso…
La mayoría de las veces conseguir mis propósitos está chupado. Mas… ay… ¿me lo permito? ¿de verdad que me creo que me lo merezco?
No hablo de éxitos tan disponibles como proponerse realizar un ejercicio, y hacerlo. Cambiar un mal hábito y suplirlo. Ni cosas tan sencillas como no defraudarnos a nosotros mismos incumpliendo nuestros pequeños objetivos. La verdad es que conseguirlos, lograrlos, alcanzar esto no me cuesta…
Lo que me da pavor es llevarme las medallas y los carteles grandes que los demás puedan observar. Y no es vergüenza o timidez, que cada día me queda menos y la dosifico para no perderla del todo y que mi adolescente hija reniegue de mí. Se trata de miedo. De ese que en un principio paraliza, te incita luego a huir a toda la prisa que antes no te diste y que con tal de no pasar por ahí, pasas por muchísimas más penurias.
Hablo de ese miedo; ese que se enmascara con justificaciones hasta espirituales o filosóficas. Ese sempiterno miedo que nos ciega, ensorda, acogota, miente e impide que al fin seamos lo que estamos destinados a ser.
¿Y si me aceptan por lo que he logrado llegar a ser? ¿Y si acaso alguien osa amarme porque fui buena, fuerte, tenaz, capaz o válida? ¿Por qué me revienta que me admire a quien yo amo? ¿Y por qué me revienta todavía más que no lo haga? En verdad tengo miedo a mi ser.
Y esto es lo mismo que tener miedo a vivir. Miedo a derretirme si muestro mi sensibilidad. Miedo a disfrutar porque sí. Miedo a perseguir mi felicidad si me rodean infelices. Miedo a que me amen mucho y fuerte. Miedo a cambiar de opinión y herir a la antigua opinión. Miedo a renunciarme por un «te necesito». Miedo a seguir mis principios si no coinciden con mis ideales. Miedo a acariciar mi niña detenida en el camino. Miedo a que al rechazarme me toque abrigarme sola. Miedo a soltar las manos que un día apreté. Miedo a vivir.
Es curioso que el miedo a ser me pierda por los caminos del dolor de tener que representar a otra. Cuando además esa otra tampoco goza de todos los parabienes y sustenta todos esos miedos.
Si un día he de irme, me voy. Le he visto la cara, me he plantado ya frente a ella. Y no pasa nada. Es tan natural y conocido ese lugar, que llega a hipnotizar seguirle. Mas, enfrentar una mirada… sacar fuerzas de donde no crees que queda… tragar un amargor que rasga… perder porque nada poseemos… saborear el momento a sabiendas de que se va… Vivir siempre da más miedo.
El miedo a la opinión y al daño que las personas de tu entorno pueden hacerte.
Son dos grandes miedos que, coincidencia, se superan al mismo tiempo y bajo la misma medicina: la autoestima. Todos los días tomaremos nuestra dosis para fortalecernos. Gracias por tu aportación.