Los ángeles existen, lo he comprobado. Vienen en forma de amigos y amigas. Son nuestras llamadas de auxilio escuchadas en el Universo. Creo que he borrado el día exacto en que salí de casa con mis hijos y me vi en otra para empezar mi nueva vida, pero sé que eran unos días previos a Hogueras, las fiestas de mi ciudad de residencia. Todo el mundo andaba contento, ilusionado, con ganas de jarana. Me pareció el momento perfecto para desaparecer del panorama. Además… ¿con quién iba a quedar? Mis amistades de pareja y familia se acababan de terminar. Las pocas amigas que tenía salían con su gente, no las trataba más que por separado.
Los actos sencillos que hacemos ligeros y sin pensar, ahora se tornaban grandes hazañas. Vestirme para salir… Soy bastante decidida para escoger lo apropiado al momento, a la temperatura y a la duración que he de llevarlo, pero me quedaba petrificada mirando las cajas o el armario que contenían mis cosas. Ahora toda prenda tenía un recuerdo, un olor, un momento… Y salía a comprarme ropa para encuentros sociales de los que huía.
Hasta que un día, una incipiente amiga me dijo que tal día «habíamos» quedado con algunas personas para hacer una fogata en la playa y que yo llevara tal y cual, que fuera con mis hijos y que otros llevarían tal y cual. Le dije sí, pero supongo que fue mi autómata que hablaba y se movía por mí y que cuando la observaba cómo se manejaba le agradecía mil que hiciera ese esfuerzo de mi parte.
Esa invitación me hizo sentir como si en medio de un gentío que todos corren y tú estás parado, alguien te cogiera de la mano y te llevara por un camino tranquilo y apartado. Tras ese día, vino otro y otro… Algunos, quería desaparecer de la silla de ese bar y teletransportarme, en dos o tres, me vi discutiendo con alguien que no me importaba sobre un tema que carecía de interés para mí y en otros me quedaba en Babia, tal como me pasaba en clase del colegio cuando de un hilo tiraba para confeccionar varias madejas.
Gracias a esa autómata, fui conociendo más en profundidad a esa amiga, y de ella, a otras, y también retomé amistades lejanas. Alguien de pronto me escribía tan solo para preguntarme cómo estaba y yo le soltaba unos rollos, que no tendré vida suficiente para compensarlo. En muchas ocasiones mi autómata sonreía y decía estar bien. Estás radiante, me decían y yo lo atribuía a la sonrisa mueca que me impuse para mostrarme al mundo. Tampoco era muy impostado, mi naturaleza alegre por inercia se imitaba a sí misma. Dos horas, Laura, qué son dos horas en tu vida, me animaba para no coger rumbo a mi guarida.
Hubo demonios a los que esquivar y con todo mi amor, me retiré a tiempo. Me pareció una muy buena propuesta y quedé con un grupito de mujeres solteras de marcha. Fue mentar que me había divorciado y que mi ex marido era una persona maravillosa, como no podía ser menos que yo estuviera más de la mitad de mi existencia con él y una lluvia de mensajes, malas palabras, inquina y odio hacia los ex y los hombres, me mojó todo el vestido… ¿Pero… pero…? Atinaba yo a balbucear sorprendida de que estas mismas mujeres se hubieran maqueado para atrapar presa y al día siguiente despedazarlo. Una y no más, ese club no era para mí. Quizá un cine donde estuvieran calladitas, pero al final opté por ni eso. Escucharlas me causaba desesperanza y desasosiego.
Cuando ya parecía que estaba mejor, me pilló otra fase más que me volvía a hundir. Era como si superado un escalón del que te impulsas para avanzar porque no quieres mirar atrás, te tiraran de la ropa para descender y obligarte a hacer de nuevo el camino con buena letra. A mí particularmente me salvaron varios ángeles.
Uno me alimentaba literalmente el alma y el cuerpo. Me daba pautas para jugar de nuevo con versiones del «mercado» que yo desconocía y poner límites a quienes no se daban cuenta del trance por el que estaba pasando. Su casa era la mía y allá donde ella vaya, así lo siento. Me desahogaba no solo llorando, con ella reír era terapia pura y su inteligencia y sentido del humor obraban milagros. Engordé un poco de sus desayunos y de su cariño.
El otro ángel me estuvo mandando a diario durante mucho tiempo y de buena mañana un mensaje de WhatsApp con los buenos días. Me obligaba a recordar quién era yo: que me gustaban los mimos y las atenciones y que me lo merecía y era digna de ello. Estábamos conectadas a un plano superior, porque este ángel amiga acertaba lo que necesitaba sin que yo se lo reclamara. Sus sabias palabras no invadían ni dirigían ni aconsejaban. Tan solo acariciaban un alma herida para que se sanara sola. Me dotó de autogestión.
Los peores momentos sociales que recuerdo son aquellos en que tuve que encajar que la gente se apartara de mí sin que yo siquiera me hubiera relacionado con ellos. De pronto me convertí en una amenaza andante a sus fantasmas. ¿Y si mi pareja hace lo mismo? Un divorcio cercano no es que se contagie, pero sí confronta y te hace pensar en tu relación. ¿Y por qué yo no me atrevo? Podía notar como mis pupilas les hacían de espejo. ¿Y si de pronto ésta se convierte en una depredadora de hombres respetablemente ocupados? Si supieran lo poco que me apetecían esos seres de tres patas. Otros me defenestraron, me acusaron, me juzgaron y otros pretendían que yo les consolara de los daños colaterales.
Mis ángeles me apartaban de esos escenarios proponiéndome planes saludables, divertidos, locos, íntimos, intelectuales, frívolos y un sinfín de minutos dedicados. El concepto sola se me fue tornando cada vez más amable y deseable. Me encontré a mí misma en todos ellos y me fui recomponiendo. La gente lo hace de buena fe, pero no entiende que no hace falta que digan ni hagan nada. Tan solo que te acompañen, que estén, que te abracen, te inviten, te atiendan, te escuchen. Nada más.
Uno de mis ángeles, que aterrizó desde tierras lejanas hacía años y que si echo la vista atrás siempre ha estado en lo importante conmigo, me mostraba cómo la reinvención, que yo creía que pasaba una o dos veces por vida y persona, era la constante y que así seguiría a partir de entonces. Ella era el ejemplo en persona y me cargaba las pilas tan solo estar a su lado. Fue con ella con quien encontré mi piedra de la gratitud. Una piedra rojiza en forma de corazón que vino a mis pies en una playa de mi querida costa blanca.
Cuando las personas continuaban con sus cosas y yo me ahogaba, me aferraba a mi piedra. Un ritual que aprendí de uno de mis ángeles. Acechaba la noche oscura y yo apretaba la piedra fría contra mi mano y agradecía todo lo que tenía. Una casa para mí sola, una preciosa y soleada casa para mí sola y decorada a mi exclusivo gusto y con mis cosas y manías. Yo me fui de casa de mis padres para vivir con mi marido. A lo que yo no alcanzaba, estaba el otro. A partir del divorcio, a lo que yo no alcanzaba, no alcanzaba.
Pero siempre podía pedir ayuda a mis amigos. Cuán agradecida estaba por mis amigos, amigas y ángeles. Apretaba con más fuerza la piedra y ésta comenzaba a templarse. Estaba sana, mis piernas me respondían a esas carreras por la playa, mis brazos asían el volante de mi coche para transportarme a ganarme la vida, mi pecho se serenaba para albergar el abrazo de mis hijos. Qué afortunada me sentía. Cuánta gratitud me embargaba y en instantes, mi sueño llegaba. Y allí, rodeada en lo que me parecía mi inmensa cama y que todavía no he aprendido a dormir en mitad de ella, mis ángeles velaban por mí. Amanecía con la piedra caliente aún entre mis manos y una tenue sonrisa volvía a mi porvenir.
Gracias Laura! Mi espejo de esta mañana es tu relato. Duelos que la vida nos ofrece, ángeles sin alas que nos salvan. Me emociona mucho.
Gracias a ti por comentar y compartir.