Me había propuesto no hablar del tema. Por un lado me digo que estoy hasta el ático del bicho, del confinamiento, del sentido del humor, del ejercicio casero, de las economías destrozadas, de los chinos, de los “tenemos que hablar” del gobierno, de los bizcochos que hacemos… Y por otro lado ¿qué cosa más importante existe hoy que no sea observar el mundo coronavirado?
Y claro, al hacerme mi pregunta me he dado cuenta de que tenía la respuesta en ella. No, en nada me va a ayudar a mí ni a los míos recrearme en las calamidades que acontecen fuera, en esa calle que ahora no se me permite deambular. No, en nada alimenta mi paz interior y mi sistema inmune visionar imágenes de gente que entra en parada respiratoria y cardíaca. ¿Y llorar por muertos que no conozco o por queridos a los que no puedo acompañar por sus pérdidas? ¿Acaso mirar y remirar mi cuenta corriente va a hacer desaparecer las deudas y engrosar el haber? Ir de víctima, de quejica, de justiciera, de alarmista, de indignada o de dramas no suma ni contribuye.
Ni tampoco pensar en mí misma y mis miserias de mujer occidental de clase media… En lo que de verdad contribuyo es en mi energía. Con mi aceptación, con mi rendición al momento presente. Con mi observación limitada como humana de este aquí y ahora. Con mi serenidad que suelta el control de una nave que no me pertenece porque nada poseo. Sí, esa era la palabra que me ha venido como respuesta derivada de mi pregunta: la observación.
Y desde ahí abrir todos los sentidos que poseo para empaparme de la vida que transcurre a mi alrededor y dentro de mí.
Y escucho… Escucho un ruido mezclado con gritos, llamadas, prisas, choques, palmadas, discusiones, peticiones, canciones ñoñas… y la quietud. Los pájaros ocupan el aire libre. Un árbol le muestra el capricho que tiene el viento en ese instante. Un perro contesta su afirmación territorial. El silencio se ha quitado su timidez y se pasea triunfante. Y me maravilla pensar que todo está junto y mezclado, y que tan solo es mi elección la que me lleva a escuchar o desconectar.
Y huelo… El miedo transpira en ropas, movimientos obsesivos de limpieza, en alcohol, en geles, en lejía, en fritanga y mezcolanza de comidas como pastillas de ansiolíticos carbohidratados. Aunque también siento ese perfume que me pongo que sé que te gusta, aún sin posibilidad de que te llegue. Y si abro la ventana me recorre el sol, la tierra mojada, la noche, porque la noche huele a primavera sin permiso. Y sigo eligiendo abrir mis vías a dejarme respirar lo que me oxigena y recuerda a mi persona el primer acto de vida: inspirar y expirar.
Y toco… Y mis manos se hallan cubiertas de una separación con el mundo y de una sequedad producto de prevención y repetición. Y me voy a tu cuarto y paso mi nostalgia por tu colcha juvenil, tus fotos colgadas, tu ropa, los restos de un bolígrafo mordisqueado al estudiar, viejas tarjetas de felicitaciones pasadas… Pero con las mismas, acaricio mi desnudo cuerpo con mimo, amaso un bizcocho esperanzada, me aferro a mi hogar agradecida… Si me quitan un sentido, que jamás sea éste, mi preferido.
Y veo… Las caras hurañas de personas que se apartan al pasar, los vacíos en estructuras innecesarias, imágenes de haces de luz con desgracias y tontadas miles, y cansancio por no asimilar tanta información, y millones de músculos faciales expresando auxilio por su temor… Imagino tu sonrisa al decirte que me encantas; y os veo y me veo, hijos míos; y adoro los ojos de mi amiga; y contemplo con éxtasis qué completos somos los humanos y en qué poco confiamos en nosotros. Y bien puedo elegir y mis imágenes son bellas porque no hay maldad, tan solo dolor o rendición.
Y saboreo… cada sorbito de veneno que voluntariamente ingiero si dudo, si me desmorono, si me niego, si desisto, si me acobardo. Ummm, y ese bizcocho que hice y me recuerda a limón, a tibio, a mami. Y a ti. Y cada cosa que saboreo entre mí, me hace sentir un dios que retiene para sí, aquello que creó y le superó.
E intuyo… que de nada sirve tachar días de un calendario. Que mi día es hoy. Que hoy es todo lo que tengo. Que puedo horrorizarme de pensar que puede que el mañana no esté o que tu rostro decore mis recuerdos. Pero que sí puedo y escojo vivir cada precioso día que me ha sido dado. Porque para mí es la forma de honrar al Universo, a mi clan, a mi especie, que la vida me ha sido otorgada para venerarla y no para tacharla en un calendario.
Cada día cuenta y tengo la opción de vivirlo en plenitud. Y no quiero escoger ninguna otra opción. En esa plenitud se halla la tristeza, la dicha, la angustia, la gratitud, la espera, la generosidad… y los bizcochos.
PD: Aún nos quedan sentidos por descubrir,
porque el amor no es finito,
como tampoco sus formas de ir.
No queda otra que hacerlo,
hacerlo bonito, entregado y paciente,
ese es su fin.
El virus cabalga sobre un huracán de mentiras, negligencias y vileza. Por eso llega tan lejos y por eso arrasa nuestra sanidad, nuestra economía y nuestra seguridad. Encuentra un terreno abonado.
Pues yo creo que cada uno ve en las experiencias aquello que está dispuesto a ver. El virus avanza sin intención anímica, es parte de este Universo, como lo es el ser humano. Podemos aprender a vivir y morir con ello, o podemos ponerle cuernos de demonio. Una opción.