Errores cometas y perdones mendigues

¿No os habéis tropezado alguna vez con alguien que a cada instante pronuncia «perdón, perdón»? Perdón por pasar a tu lado y rozarte, perdón por derramar líquido de un vaso, perdón por obrar sin consultar, perdón por decir que no…

Cuando excede de un mero formalismo aislado o una puntual convención social, ese «perdón» enmascara un gesto inconsciente de su creencia infantil de que el error es malo, incordia la vida de los demás y debe reparar esa afrenta recabando del otro su beneplácito. Pues no, el error no es ni bueno ni malo, el error es consustancial al ser humano y como tal, ha de ser acogido, con responsabilidad propia y personal.

¿Y quién ha de juzgar la conducta de un humano «adulto»? Nadie. Insisto, nadie ha de juzgar, disculpar, reprobar, señalar ni perdonar la conducta de otro ser humano «adulto». ¿Quiénes somos nosotros para ir corrigiendo a otro adulto? Ya sea nuestra pareja, nuestro amigo o un viandante.

Ya sé que esto es complicado de digerir. Nos han educado desde chiquitos a emular la conducta que nos dicen que es correcta y si nos salimos de ella, ser regañados, aceptar el veredicto y enmendarnos bajo los parámetros de otros (papá, mamá, profe, abuelos, hermanos, comunidad, etc.)

Claro, esto está muy bien cuando somos pequeños y recibimos domesticación, ¡ups!, quise decir adoctrinamiento, ¡ay, no!, amaestramiento, ¡jo, no me sale!… Bueno, lo que viene siendo educación para la convivencia social. Cuando somos infantes y púberes nuestro ego (egoísmo biológico y necesario para nuestra supervivencia) ha de ser guiado y reconducido con las normas que nos hemos dado los adultos para una pacífica, o al menos, consensuada convivencia.

Pero solo mientras somos niños, esto cesa después ¡¿eh?! Lo digo porque igual se ha olvidado. Tanto tiempo pidiendo aprobación de mami, reconocimiento de papi, conformidad de amiguis… tanto tiempo intentando ser bueno, correcto, amado…

Nacimos perfectos. Somos una creación perfecta en sí misma. Como una cebra, un olivo o un virus. No van pidiendo permiso para ser ni existir. No van reclamando perdones por beber de un río y salpicar a la de al lado, tomar de la tierra un elemento escaso o infectar a un bonachón anciano. Obvio es que si disponemos de conciencia, tenemos elección, pero se nos olvida que también tenemos error. Estamos hechos de errores, de ensayos y errores, de olvidos y errores, de cegueras y errores, de torpezas y errores, de impulsos y errores, de errores y errores…

De adultos es asumir las consecuencias de nuestros actos. Esto es lo que significa ser responsable. Asumir la responsabilidad a veces nos resultará agradable, otras no. Aceptar que todo acto tiene una repercusión y que solo nosotros hemos de juzgarla y actuar desde ese lugar como estimemos. No como otro nos indique. Esos serán sus parámetros. Pero si me considero un ser adulto, y con ello implico mi capacidad de hacerme responsable de mis actos, seré yo quien me juzgue y decida qué hacer.

¿Que al otro le disgusta y exige de mí que le rinda pleitesía (me sienta culpable y le pida perdón)? Tengo varias opciones:

  1. Negar el error porque ello supondría perder su simpatía o cariño (eso es no hacerme responsable y mantener la dependencia de la opinión ajena, tal como hacíamos de infantes).
  2. Exponer las razones que me llevaron a cometer ese error (es decir, no hacerme responsable porque en última instancia apelo a su comprensión y ello descarga mi conciencia porque solito no sé o me creo no saber estar en paz conmigo mismo, como niñito que mira y admira y busca y rebusca la carita sonriente de sus papás).
  3. Tratar de quitar importancia a mi pecadillo. Tampoco me hago responsable, porque así le paso la pelota a su tejado para hacerle al otro sentirse tonto, incorrecto en su apreciación o excesivo en su emoción, tratando de reprimirle o negarle.
  4. Excusarme para recuperar su bendición. Sobra decir que tampoco me hago responsable de mí, pues si me doto del derecho a cometer errores no debiera más que rendirme cuentas a mí, y no andar poniendo el lomo que luego resentirá un amargor que guardaré para luego cobrarlo…

Se me ocurre otra opción. Un actuar responsable, maduro, asertivo, amoroso conmigo y con el otro. Identificar el error, reconocerlo, asumir las consecuencias del mismo y actuar a partir de esto. Sin pedir perdones, sin subir al otro al soberbio pedestal que le coloco.

Cuando actuamos de esta manera tratamos al otro con respeto, pues asumimos que el otro también es un adulto «buena persona» que no precisa hacernos sufrir con culpas o iras por hechos inherentes a nuestra cualidad humana. Nos sabemos todos hacedores de errores, responsables que no esconden ni exigen, sino seres que desde la sinceridad comprenden y toman sus propias decisiones.

Ojo, esto no significa que el otro tenga que abrazarnos y quedarse con nosotros para sentarse a ver cuál es nuestra siguiente cagada. El otro puede decidir apartarse del vaso que salpica, del olvido que no le recogió, de lecciones en las que ya se graduó, o de malas caras que no quiere ver más.

Aceptar los errores de los demás, no es más que entender que le concierne a esa persona las consecuencias de sus actos, y a mí las decisiones de qué hacer con ello.

Aunque lo que más cuesta es aceptar y hacernos responsable de nuestros propios errores. Si empezáramos por ahí… Si pese a cometer errores nos siguiéramos viendo valiosos, capaces, merecedores, no andaríamos esgrimiendo el dedo acusador hacia fuera.

¿Qué de amoroso tiene que ante un error se nos intente hacer sentir mal, culpables, torpes, inválidos, indignos? ¿Qué mal entendido poder nos entra cuando figuradamente en nuestra mano está tocar al otro en el hombro con su cabeza gacha para suplicarnos perdón por haberse equivocado, por haberse comportado como todo ser humano está llamado a comportarse, errando? Nada de esto tiene que ver con el amor, el respeto, la bondad…

Aceptar errores propios y ajenos es uno de los signos más llamativos de la madurez emocional. ¿Y si te dijera que en verdad el «error» no existe? Ummm, lo dejo para otro post…

2 comments

  1. Errar al herrar puede costar una coz, que duele un horror.

  2. Laura Segovia

    Es verdad, si es que hay herrumbres y herrumbres…

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *