El germen del victimismo

Uno de los títulos cinematográficos que más me han marcado de niña, sin apelar especialmente al guión, es «Ha nacido una estrella». El determinismo del origen y su consecuente devenir es un tema que a día de hoy todavía me intriga. Por eso lo estudio, observo y hasta lo trabajo.

Es muy humano encasillar para poder así manejar las cosas. Este viene de una clase social baja, pues de un trabajo no cualificado no pasará. O le pusieron 93 mil millones de neuronas y ya le presumo resolver todos los problemas complejos que a los demás nos da pereza enfrentar. O es feo y bajito, así que tendrá que conformarse con las sobras de los festines. O es muy bueno y los malos se aprovecharán de él…

Ser eternos niños sin vestir de verde, sin llamarse Peter, sin que te mariposee una rubia o sin capitanear un barco, parece que no está bien visto, así que diremos que la sociedad, el trabajo, la familia, mi padre, mi pareja, mi mala memoria, mi complexión, mi metabolismo, mi enfermedad… Y en un par de meses de entreno: ¡ha nacido una víctima!

Sola por la vida, una víctima no sería nadie. Como un líder sin equipo. Esa «nova» víctima se encontrará, sí o sí, con un verdugo a su altura. Si no, no sería víctima. A veces no nos damos cuenta de lo atrapados que estamos en ese tipo de relaciones porque no lo hacemos a conciencia y voluntad. «Venga, me voy a escoger lo peorcito de cada casa para amenizar las veladas de los amigos con mis suplicios«. Pues la verdad es que no. Meterse en una espiral así con el ego lo hacemos a ojos cerrados con nuestros programas y patrones inconscientes.

Eso sí, una vez que detectamos que en la balanza de la dignidad, autoestima y respeto nuestra parte no levanta ni un gramo, permanecer allí suele ser voluntario. El beneficio de las palmaditas, atenciones, consideraciones, excusas, alabanzas y altares al que nos ensalzan los demás así como el reproche al malo malísimo, hay muy poca terapia que lo supere.

Cuando aprendimos el concepto de culpa y todas las demás ideas asociadas a ella, se nos abrió literalmente el cielo y este se cuajó de víctimas brillantes, destacadas, rutilantes…

La religión, la tradición, el derecho, y hasta el vulgar lenguaje lo maneja a la perfección. Y así no encontramos quien pueda desprenderse de esta inmensa petición de amor que clava directo a la conmiseración. Ver el lomo de alguien descarnado una y otra vez… Insuperable.

Y esta víctima, atada de pies, manos, corazón y mente; noble, paciente, resignada… pasea su cruz ante los parroquianos con letreros luminosos que rezan así:

«Tú eres el culpable de esta situación que yo padezco». «Tú eres el que obra mal y yo no tengo otra posibilidad que soportarlo». «Mira mi buen comportamiento, no como tú«. «Me haces daño, me hieres, tu conducta es reprobable y no la mía». «Tan bien me porto que hasta consiento que sigas haciendo eso». «Pobrecito yo, malvado tú«. «¿No te doy pena?». «¿A qué me das la razón de lo incapaz que soy y me siento?». «Yo no quiero ni te hago daño, yo soy de otra pasta, tan solo te castigo un poquito con detallitos de miradas, desahogos a los demás de mis tragedias, mi silencioso reproche hacia tu conducta…».

¿Quién osa decir que obra mejor aquel que consiente sobre sí que otro le dañe? Si aceptamos relaciones desiguales para con nosotros, inmediatamente nos posicionamos en una altura moral inmerecida. No es menos responsable aquel que contribuye a que otro siga causando dolor sobre uno mismo y sobre los demás. No lo hace mártir, lo convierte en cómplice.

Para ser víctima se ha de partir de un impedimento de voluntad física o consciencia. Como podemos observar a diario e incluso en nosotros mismos, la inmensa mayoría de veces somos victimarios. Asumir la corresponsabilidad en nuestras relaciones e interacciones sociales supone crecer y tomar las riendas de nuestro destino. ¿Sin a quien señalar ni echar la culpa si luego me sale mal? Mejor me busco un malo que aguante ese palo…

¿Hasta cuándo te vas a quedar a representar ese papel? Porque como bien reza el título al que apelé, uno nace, mas luego ha de desarrollarse y crecer. Pensar, sentirse y actuar como una víctima nos mantiene en la infancia, en la incapacidad y en la dependencia. Ya sé que como esto es protegido y alimentado en la sociedad, a la que le interesa que las cosas y las relaciones se mantengan en la posición en la que se establecieron, el tratamiento posible desde esa óptica está abocado a perpetuarse:

O bien condeno al verdugo sobreprotegiendo a la víctima y sigo sustentando y validando su supuesto poder con la consiguiente incapacitación del otro; o bien al tiempo que condeno al verdugo por sus admirables capacidades, culpabilizo sutilmente a la víctima para meterla en la doble espiral de mantenerse en ese estado y encima reprochárselo.

¿No me digan que no le suena el tema en infinidad de situaciones?

Y es que no es desde la culpa, el señalamiento, la condescendencia o la resignación desde donde debe abordarse estas relaciones de ángeles y demonios. Ambas partes se encuentran en la misma sintonía de sufrimiento, aunque parezca algo distinto. Como todo, lo que empodera es responsabilizarse de la parte que corresponde y aporta cada uno. Esto nos hace libres y válidos para decidir salir o entrar en el juego.

Hacerse la víctima de una persona, una situación o una circunstancia y vivir desde ese punto de vista, no es más que entregar nuestro mando de voluntad y acción fuera de nosotros. Eso no es digno de elogio, tan solo de compasión, en el sentido etimológico de sufrir juntos.

En el fondo, todos nacemos víctimas, pero en nuestra mano está, poco a poco, lograr llegar a morir como dueños.

2 comments

  1. El victimismo produce réditos de uno u otro tipo, a veces cuantiosos. Por eso se cultiva.

  2. Laura Segovia

    Y tanto, de ahí mi párrafo del post en cuanto a los beneficios que se obtienen. Sin duda, no se toma en cuenta el único beneficio que ha de buscarse: el amor. El amor a uno mismo y a los demás.

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