Cuando era joven, hablo de esa juventud donde te crees inmortal pero haces cosas que te alejan de conseguirlo, me compraba un vestido y me lo estrenaba enseguida. Si podía, el mismo día o todo lo más al siguiente de ese fin de semana.
Me quemaba en el armario las ganas de disfrutar, pensando que tras ese justo instante de estreno, la vida que tenía en mente se acabaría. O podría acabarse y yo no me había puesto ese precioso vestido que con ilusión y esfuerzo de mis padres, me había comprado.
Todavía me reconozco algunos gestos de ese carpe diem en mí, pero encuentro en cada cambio de temporada que tengo vestidos sin estrenar o apenas una vez, esperando que llegue ese día. Y han pasado tantos…
Hoy me he sorprendido frente a las perchas con un vestido en la mano izquierda y un pensamiento limitante en la mano derecha: «Guárdalo para mejor ocasión».
¿Qué ocasión? ¿Mejor respecto de qué? De hecho, no es nuevo, tan solo es un vestido que me gusta mucho y me siento bonita. Se ha paseado no un cumpleaños, dos. Se ha conjuntado con zapatos, botines y salones. Le cayó algo de vino blanco y esquivó una salsa oscura con mucho éxito.
Y hoy que lo tengo en la mano, que me queda como un guante y una ya no sabe si los guantes a medida quedarán igual de bien la temporada que viene, casi lo pospongo para mejor ocasión.
Pues no. Igual no la hay, igual es peor o quizá sea mejor. Pero hoy es hoy y nunca jamás regresará este día en que poseo la fortuna de tener este vestido que me hace sentir bonita, de lucirlo con la salud que hoy poseo y de tomar consciencia de todo esto.
Seguramente pase frío y no sea el día más idóneo para una mente prudente, pero a esa prudencia le acompaña postergación, falta de espontaneidad y escucha interior.
Hoy toqué su tela, me escogió para darme una gran lección: Todos los días vienen cargados de ocasiones. Cualquier día encierra ocasiones. Hoy es el día de las ocasiones.
Comprobado: estrenar vestidos alarga la vida.
Hay instantes que son eternos, tú ya sabes…