El destino es caprichoso y casi siempre mucho más inesperado de lo que esperamos. Aunque sabía que esto podía pasar, mi punto de insensatez que tanto me había ayudado a sobrevivir en la vida, ahora se lo estaba cobrando con intereses de maestro de usura.
Entrar en un lugar de poca salida con el ánimo de quien no tiene nada que perder cuando en verdad lleva consigo lo más valioso de conservar, visto desde delante con el cuello vuelto atrás, es fácil de catalogarlo de locura. Mi soberbia juventud tan sólo era capaz de verlo con cristales turbios de lógica claridad.
Mi tío, mi primo, mis tres mejores amigos, mi vecino y el beneplácito de un padre ausente parecían señales normales de que mi camino debía discurrir por la banda. ¿Las mujeres? tan impotentes como la desembocadura de un pequeño río en un planeta de mil océanos. Su juicio, su influencia y su conducta nos servían para coser heridas, tapar secretos y llorar el absurdo empeño en tejer entre sus carnes lo que luego la podredumbre deshacía ante sus ojos.
Ni siquiera la mía podía evitarme este presente. Dije y prometí que daría mi vida por ella. Pero no. Aquí me tengo en un cuartucho de agobiante olor a miedo sin más esperanza que la rauda e indolora muerte.
¿Por qué habría de hacerlo de esa piadosa manera? Con la punta de estas mis sucias botas he convertido en infiernos una mirada inoportuna, un pago tardío o una frustración mal llevada. Me viene ahora el recuerdo de un cabrón al que retuve dos días para que cantara y solo mascullaba entre dientes: «este es mi castigo, bien merecido, bien merecido». Ahora lo entiendo.
Supongo que por eso presiento que esta vez no hay escapatoria. Somos tres. No nos miramos a los ojos. Quiero ser el primero. Ya me conozco estas cosas, y si tengo que palmarla, espero ser el primero. El de después se queda ahí paranoiado con la cara del desgraciado anterior como imagen recurrente. Además lo suelen hacer con más rapidez y respeto, mientras que al último se le trata como bocado postrero que se ha de saborear hasta la siguiente ocasión.
Lo tomábamos como hechos que te mejoraban, te convertían en duro, en avispado, en mañoso, en hábil. Éramos unos putos aprendices de matones. Cada día me sentía más… más mierda, pero cuando uno solo aspira a sobrevivir, piensas que hasta la mierda es lo más. Es lo que abona y enriquece la tierra.
¿Y si me dieran otra oportunidad? Creo que la cogería para hacer lo mismo. Bueno, lo mismo, mismo, no. Me hubiera ido con la banda del que me va a llamar ahora. Porque quiero que me llamen ya. Y quiero que me llamen a mí. Si para algo me han de servir los rezos es para que ahora me haga caso el Dios de los bastardos.
El que está frente a mí respira queriendo ahogar su llanto. Aún le queda orgullo para disimular. Yo no es que sea valiente, es que he perdido las ganas de luchar contra lo inevitable. Ya llevo varios encuentros de estos a mis espaldas. La primera vez no tenía ni edad de morir. La más reciente fue hace tres días. Salí a la calle y desde entonces, una maldita eterna condena la hubiera firmado gustosamente como cheque en blanco. Aún así, siempre pensamos que una llamada en el último momento puede cambiar este ingrato rumbo.
Escuchamos pasos que vienen de fuera, se detienen en la puerta. Se vuelven a alejar. ¿Nos habremos librado? Dos disparos secos de algún remoto cercano lugar nos anuncian que nuestras balas se preparan para acercarse en permanente compañía. De nuevo pasos y a punto de abrir, un teléfono suena… Levantamos la vista del suelo y nuestras miradas se cruzan por primera vez para reconocer que los tres somos uno solo.