Tremendo experimento psicópata el que la compañía eléctrica de Alicante sometió ayer a primera hora de la mañana a mi barrio. Mi vida y la de mis conciudadanos sufrió un revés del que tardaremos en recuperarnos. Se tocaron principios tan elementales como la confianza, la seguridad, la justicia, la desigualdad económica, la paciencia, la estabilidad emocional, la salud física y la lucha contra el sueño. Menos mal que el depósito del agua de mi comunidad estaba lleno y no precisó la bomba, que sino, todavía estaría en shock.
Se fue la luz (los enchufes, las baterías, la corriente y la extraordinaria, vaya) sobre las 6:30 de la mañana y no regresó hasta tres horas después. Nadie fue avisado, todos seguíamos confiados pensando que nuestra comodidad era constante, estable y eterna. Suena alguna máquina infernal que nos despierta, engañamos la madrugada encendiendo lámparas, acudimos a los lugares inevitables (baños y armarios), algunos desayunan, otros levantan niños, ancianos, hacen ejercicio, atienden enfermos, regresan de sus trabajos, comienzan en ellos, pasean perros… Y casi todos coincidirán en que para ello tenemos un tiempo medido para realizar esos actos de mera rutina. Pues no, hoy era un día para probar nuestra improvisación, nuestra capacidad de gestionar el cambio. El mundo dejó de ser un lugar seguro, para convertirse en hostil.
Entonces cuando faltan esas obviedades es cuando te das cuenta de lo mucho que las necesitamos: vernos el careto en el espejo para acicalarnos, escoger una prenda que vista nuestros lentos cuerpos desperezados, disimular calvicies o pelos alborotados, calentar leche o agua, tostar pan, descongelar un alimento, freír, cocer, guisar, hervir, secar, lavar, rasurar, bajar o subir distancias verticales, extraer vehículos de sus guaridas… Todo, absolutamente todo se lo hemos entregado a las compañías eléctricas, le hemos entregado con fe ciega toda nuestra valía como miembros de una comunidad que nos ha convertido en inútiles. Somos incapaces de hacer nada por nuestra cuenta, todo nos ha de ser dado para comodidad nuestra y hemos sido testigos de golpe y porrazo como nos despojaban de todo.
¿Cómo hemos reaccionado? Ha sido curioso tropezarse con vecinos, viandantes y trabajadores locales y escucharlos. Los había resignados, como si nos hubieran tocado con el dedo para mandarnos un mensaje divino: hemos de agradecer a diario por las cosas recibidas y por nuestros status quo. Se adivinaban por las sonrisas quienes habían acudido desde otros lugares de la ciudad para prestar sus servicios por cuenta ajena. Los había indignados por el derecho despojado, sin aviso e injustamente repartido: los de enfrente sí tienen luz, mira esos bares privilegiados que disponen de grupos electrógenos porque pueden permitírselo, ya pagamos las facturas bimensuales con sobre elevado coste para este pésimo servicio y más frases que bien podrían conformar una lista electoral. También los había desconcertados por la nueva situación a enfrentar que había roto la calma y la estabilidad dejando paso a la adaptación al medio, donde era evidente que no se manejaban bien y por eso habían escogido la ciudad a la selva.
Y otros, como esta presente, que me ha servido para corroborar qué enorme suerte tengo de tener mi iPhone cargado de batería. Hasta he pensado cuánto tiempo duraría mi agónica existencia sin él. Podrán quitarme el alimento caliente, el agua del grifo temporalmente, tendré que usar mis piernas para desplazarme, subir y bajar, pero mientras tenga la App de la linterna, la localización de la wifi más próxima y el espejo para pintarme los labios, estoy salvada. ¿Patético, verdad? Pues a ver cuando organizan «los demás» el tinglado lo más parecido a un Smartphone…