Todavía andaba engañada pensando que la vida te presenta opciones y tú eliges. ¡Pero qué pardilla, por dios! Las cosas pasan a nuestro alrededor y somos nosotros los que creamos nuestras supuestas opciones, de las que en realidad al primer imput ya hemos tomado una decisión y luego la revestimos de justificaciones. Nos creemos tan contentos que sopesamos encrucijadas y que somos la pera escogiendo una solución.
—Me compré un libro impresionante sobre toma de decisiones —me comenta un amigo. Un emocionado de la vida que llamo yo.
—¡Ah, qué bien! ¿Y te está ayudando? ¿Ha cambiado tu vida en algo?
—Pues claro, ahora ya sé que de todo lo que puedo escoger, siempre escojo lo mismo: lo que más me conviene.
—¿Y entonces? —le pregunto desconcertada.
—Es que ahora lo hago con método.
—¿Y qué es lo más conveniente para ti?
—Lo que me sale de ahí —me dice tan pancho. (Obvio ya más comentarios)
De verdad que cada día estoy más arrepentida de no haber estudiado física nuclear y pasarme todo el santo día encerrada en un despacho haciendo que trabajo escuchando mi mp3… No sabemos nada, no tenemos ni la más remota idea de cómo nos funciona el perol. Hasta yo he trabajado con clientes con herramientas de management puras, para luego darme cuenta ¡qué panda de aficionados! Es que me reafirmo: somos seres emocionales jugando a ser racionales. Con ello no quiero decir que no sean útiles y que no ayuden estas herramientas, pero ¿para qué? No para tomar una decisión, sino para ampliar nuestro horizonte, para sopesar posibles consecuencias y por supuesto explicar a los tuyos que en base a parámetros de largo plazo, interés de objetivos y bla, bla, bla… decidimos eso. Pero en definitiva, ante un esquema, una batería de pros y contras, quien en última instancia decide es… nuestra emoción.
Se podía intuir, sospechar y hasta alguno se atrevió a lanzar esta idea, pero cuando ya la ciencia consiguió lo que más le gusta (atarnos a una máquina para estudiarnos cual ratas de laboratorio) entonces no tuvieron más remedio que rendirse ante la evidencia. Desde un deportista en plena cancha de tenis en su macht point, un eminente cirujano bisturí en mano al día siguiente de haber enterrado a su mejor amigo por la misma patología, hasta un recién estrenado juventud con piercing en la punta de la uña del dedo meñique en tienda GStar ante dilema pantalón azul o gris, nuestro cerebro toma una decisión en base a una emoción y luego la envuelve de razones que le llevan a esa misma conclusión.
Me ahorro la explicación redirigiendo mis palabras, por ejemplo, al post de Fran Torreblanca, un experto en neuromarketing, donde como siempre, primero vimos la utilidad económica de este concepto para aplicarlo a las ventas, y luego ya si eso, lo vamos extendiendo a otros ámbitos menos atractivos…
El quid de la cuestión para mí está en conocer cuál es la emoción que nos suele predominar. A ver, si eres de esos, como le digo yo a mi amigo, un emocionado de la vida que pide aventura y que suba la adrenalina hasta decir «pa’bernos matao«, está claro que tu decisión suele basarse en el riesgo y diversión. Si eres de los que precisa esa falsa seguridad y protección, tus decisiones las suele dominar el miedo y te seguro que «se te nota en la mirada…» (y en el estrangulamiento de ciertas partes). Si tiendes a ver la vida como una constante carrera de obstáculos desgastante y regalarías tu chalé y mayordomo por un poquito de paz, tenderás a elegir bajo el prisma de la comodidad y menor esfuerzo. Y así se van sucediendo una emoción tras otra, una decisión tras otra.
Con ello quiero decir que no te enfoques tanto en las circunstancias ni consecuencias, tan sólo conócete y sabrás qué eliges, por qué y para qué lo eliges. Empecé este post por un premisa «nosotros creamos las opciones» y me mantengo en ello. Sigo pensando que la vida no te pone varias cosas para que tomes opciones, que va, las pones tú. Ante varios platos en la mesa ¿se te ocurre como opción comerte el mantel? Vale, este ejemplo es sencillo, pero la mayor parte de las veces, es así. Y si no, que se lo digan a una amiga que me decía ante una declaración amorosa de un tío: Es que ni me lo planteé como opción… Pues eso.
No es que sepamos lo que queremos como cantaba Ketama, es que reaccionamos ante estímulos y damos las respuestas que, o buena o malamente podemos porque no sabemos hacerlo de otra manera por desconocimiento propio, o bien apechugamos con las decisiones que sabemos nos convienen (esas que nos salen de ahí).
—No, si lo sé, si a mí éste tío me conviene —me decía esta amiga hablando de su pretendiente.
—No, bonita, le conviene a tu cuenta corriente, a tu relleno de días solitarios, a tu estima pisoteada por otros… Pero si no te sale de ahí, no te conviene y aunque creas que lo eliges, lo que haces es comerte el mantel.
Preciosa canción sobre elecciones… Manu Chao «Me quedo contigo (si me das a elegir)»