No le he perdido miedo al miedo… todavía me puede, me frena, me saluda, se me burla…
No, no le he perdido miedo al dolor, sufrimiento, felicidad, éxito… Pero sí le he restado poder, le he perdido un poco el respeto. Él mismo me ha llevado a esa situación. Si le tuerzo sus planes, lo siento, no haberme encarado tantas veces…
El «muy» me tiene pillada. Claro que intento esquivar sus mordiscos ¿cómo dejar tal hipnótico hábito? Mas ya no me desangran sus rasguños, ya no me corto las piernas y puedo meterme en bellos campos que me esperan.
Y sí, todavía el miedo es más grande, más fuerte y más viejo que yo, pero le flaquean los reflejos y a instantes me cuelo por sus rendijas y saboreo algo de mi vida. Curiosamente me deja tranquila y hasta parece que retrocede un milímetro cada década. Cuando esto acontece… cuando me dejo seducir como si el miedo fuera ajeno… cuando me siento separada de él… Lo veo de frente y me maravilla su intensa atracción.
Él nos conoce a todos sin necesidad de profundizarnos. Le basta esconderse, acechar a nuestra felicidad, asomar su sombra, siquiera en carne vecina y ¡chas! mata a mil de un anuncio de perdigón.
Su actuar es la ley del mínimo esfuerzo, apenas se muestra y nos ponemos a dibujar mil batallas irreales donde parece que perdemos más incluso que lo que jamás tuvimos.
Es único y sin embargo debuta cada sesión con varios perfomance. Ni los ensaya ¿para qué? eso ya lo hacemos a la perfección sus torpes esclavos, recreando su mundo, apartándonos del nuestro.
Malas artes le han llevado a habitar en la mejor de las moradas, nuestro interior. Y nos confunde, nos dice que nos ayuda a protegernos y nosotros… perdidos, ciegos, sordos e inconscientes, en la taquilla de su entrada le pagamos con nuestras almas.
Ahora me he acostumbrado, ahora me gusta estrecharle la mano cuando me lanzo a nadar en el bordecito del agua. Me gusta sentir en mis hombros su pesado brazo cuando se me ocurre cruzar la calle a pasitos cortos. Ahora me doy la vuelta buscando su aprobación cuando me pongo a tartamudear las palabras que sé he de pronunciar para sanar.
Y sí, le invoco para restregarme las ganas perdidas por no ir…
Y no, no le he perdido miedo al miedo. Tampoco hay aplausos para su función.