Necesitaba encontrar algo para justificarme, no podía quedar en tan mal lugar, así que estuve buscando un argumento que me dejara con la conciencia tranquila. Es que no me veo así como una persona sacrificada y como tiene tan buena prensa que hasta hacemos fiestas y mantenemos tradiciones con ello, claro, yo también me quiero ver estupenda en las revistas.
Nunca me gustó esa palabra: sacrificio. Me recuerda a esos dramas mitológicos donde las mozas eran entregadas para que los de arriba estuvieran tranquilos con los de abajo durante un tiempo. Era cíclico su endiosado capricho y requería ser alimentado constantemente. El sacrificio nunca acababa, era exigente, insaciable y cada vez mermaba más.
Llegaba un momento en que te acostumbrabas, era asumido como algo inevitable. Sin embargo, lo que más me marcaba no era esa aceptación de ir al altar y depositar a tu más hermosa muchacha, tu mejor cosecha o todo tu escaso alimento, tampoco era quien lo desafiaba, pues ya se esperaba con consabido buen fin al listillo de turno para que se llevara él esas glorias sacrificadas en recompensa por su arriesgada aventura.
A mí lo que más me llamaba la atención era que por una sola vez que te negaras a un sacrificio de entre los miles que habías hecho antes, fueras tachado de ingrato y que todo lo anterior realizado no sirviera para nada. Pero para mí esa era justo la gran causa que legitimaba la transgresión: ya que todo lo anterior no sirve por una sola vez, por sólo un fallo y ya que fallar está en la naturaleza humana, pues oye, que no sirva nunca.
Si tanta perfección es requerida, si no se obtiene ni un mísero perdón por un fallo entre mil aciertos, pues mira, ningún acierto y así nos ahorramos decepciones futuras. A mí este razonamiento es el que me sirve para no cometer sacrificios.
Mas ser generoso… Dar por voluntad, porque sí, porque quieres, porque sin ser requerido lo haces y aún siéndolo, te prestas raudo sin esperar recompensa. Eso es diferente.
Quien recibe puede que se vea con derecho a exigir, pero será un derecho autoconcedido, ya que nosotros dando sentimos que lo hacemos porque lo hemos decidido, porque obramos conforme a nuestros criterios, conforme a nuestra voluntad y ya se sabe que la voluntad es mudable, luego cambiar de opinión nos pertenece igualmente sólo a nosotros.
El sacrificio nos esclaviza, la generosidad nos incumbe.
Para mí el generoso es el que comparte lo que tiene, el sacrificado se quita para dar. La generosidad suma, el sacrificio resta. Sí, ya sé, cosas de la semántica, de mis significados, pero supongo no seré la única mortal que se representa estos conceptos.
Cuando me vuelvan a decir:
—Hija, qué poco sacrificada que eres —así en forma y tonito empático, voy a responder:
—Poco no, nada. Igual tampoco generosa, porque claro, eso me incumbe a mí y a mis criterios, que seguro que difieren de tu semántica, de tus autoconcedidos derechos o de tus altas, únicas y misteriosas expectativas. Y total, para decepcionarte en el futuro, lo hago en el presente y todo lo que recibas te va a saber a gloria.
Ya avisé que el origen de este post era buscar argumentos para exculparme, pero luego siguiendo este guión me encontré con que esto mismo que me había yo pensado, lo debieron de pensar esos dioses que en nada se sacrificaban, sino que daban voluntariamente porque nadie se lo pedía (como se supone que hicieron con Jesucristo que lo mandan para acá para sufrir, aunque luego le dan buen descanso eterno y rescatan hasta el último de sus huesos). Los que se entregan y exigen que otros los hagan, incluso con la propia vida, son los mortales.
Sin embargo, mira tú por donde, en vez de querer parecernos o asemejarnos a esos dioses, escogemos el sacrificio humano y no la generosidad divina.