Creo que después de mucho tiempo de convivencia y acompañamiento, tras la separación viene el primer aprendizaje de saber estar solo. Que no tiene nada que ver con la soledad, ese sentimiento que te llena de grandes vacíos y que tiñen de negro espeso todo el espacio si se presenta cuando estás en pareja.
Estar solo es mirarse en uno mismo y verse completo, en paz y atendido por las fuerzas del Universo. Estar solo es saberse acompañado siempre, es dicha y gozo de uno para consigo y al tiempo preparado y listo para los demás. Sentirse solo es desligarse de la humanidad, es la viva demostración de no soportarnos, de creernos carentes, de helarnos ante nuestra debilidad y pequeñez, de vagar dependientes y desconectados.
Pero es que somos humanos, y dentro de nuestra grandeza se halla nuestro niño interior que no creció nunca del todo. Los niños no sobreviven en soledad y ello les lleva a buscar dónde pertenecer, aunque sea nocivo. Mas los adultos tenemos otras posibilidades. Nuestro sentimiento de pertenencia, muy arraigado en nuestra especie nos dota de otras formas de vivir que no conlleve la dependencia y el apego a personas o circunstancias para calmar nuestro vacío interior, sino por elección deseada y consciente.
Si me pongo a recordar tiempo atrás, me veo jugando en mi cuarto con mis cosas tranquilamente. Cuando me sentía segura y tranquila, se me pasaba el tiempo hablando con las macetas, dialogando con mis muñecas, montando tiendas, dando clase a las canicas, curando peluches… Y se me pasaban las horas mágicas. Si bien mi hermana asomaba el morro por mi cuarto, le intentaba comprar para que jugara conmigo. Ella tenía 4 años más que yo y supongo que le aburría esta diferencia. Le ofrecía mi mejor muñeca, la caja registradora de la tienda, el rol de médico… Mis sobornos llegaban a esa altura, pero aún así, mis súplicas no las atendía y había veces que empezaba el juego, yo estaba más que emocionada y se marchaba a leer o distraerse acorde a su nivel y mi mundo lúdico se tornaba más gris de lo que era.
Si esto lo traslado a la edad adulta, comprendo ese mirar por rincones esperando encontrar de nuevo la magia de saber estar sola y me cuesta… Dos décadas y media después de tener un compañero de juegos, de crecimiento, de sorpresas, de mimos, de invenciones y de pronto mi cuarto se vuelve gris. Y la inercia me lleva a buscar fuera el color. Porque no lo encuentro. No sé crearlos, no sé mezclarlos. Me desespero y lo emborrono todo…
Tiene que estar fuera, me digo. Lo tendrá esta amiga, esta fiesta, este conocido, este paseo, esta actividad… Se habrá ido para siempre. No volverá el color a mi vida si estoy sola. Y me sube la angustia y tengo que taparla. Y llamo. Y salgo. Y cuando ni puedo ni tampoco me apetece, peor me encuentro y como me encuentro peor cuando estoy sola, huyo de estar sola, y al huir, pues no aprendo y así en una espiral en bucle. Mientras duran los días de trabajo y las ocupaciones, se lleva, pero temía que llegara los fines de semana y no tener un plan, no saber qué hacer, ni con quién estar… El viernes era mi día favorito y llegó a ser mi día maldito.
Racionalmente, hay cosas que son estupendas cuando uno está solo, pero el corazón va en paralelo cuando no lo atendemos. Es llegar a casa y que no haya nadie, que nadie te espere, que nadie entre, que nadie aprecie tu ausencia o tu llegada. Ya no le importas de esa manera tan especial a nadie. Ya no.
¿Y los hijos? Ahí surge un gran error que sin querer se comete. Los hijos o uno de ellos adopta el rol de «pareja». Te vuelcas en él, le depositas la carga de acompañarte, de ayudarte, de compartir lo que ellos deberían compartir con pares y no con padres. Y te dices que no estás solo porque están tus hijos. Y no es verdad, sigues solo, porque a los hijos se les da sin carencias ni lastres, aupando su independencia y libertad, y en verdad estás reclamando atención y compañía y eso no le corresponde a tus hijos.
¿Y mis amigos? El mejor invento del mundo. Esa familia escogida donde mirarte al espejo, donde abrirte en carnes y ser recogido en tus palabras, colores y negruras. Ese compartir inocente, sin carga de expectativas, sin intereses. Ese refugio del alma, los amigos. Tan solo abrir el móvil y verlos es un tranquilizante. Si no están, si están lejos, si están ocupados, te vuelven a recordar que estás solo. Y así ha de ser. Tienen su vida, donde tú formas parte, pero no eres su vida, no construyes una vida común.
Ese no saber estar solo, te domina y aceptas a personas que no son buenas para ti, personas con la que no encajas, personas con las que renuncias a tus principios, personas ante las que te sometes, te escondes, te pospones, te traicionas. Antes que estar solo, te agarras al primero que se cruza. No eliges, eres elegido por otra persona. Eres la decisión de otra persona. Y mendigas amor, y entregas tu cuerpo por una lejana caricia, y soportas gestos que no soportarías, y relajas tus límites para dejarte invadir, porque crees que así no te sentirás solo. Pero la negrura aún crece más porque solo en ti está la solución y esas malas soluciones más te alejan de ti.
Atravesar el desierto es duro, pero preciso para florecer. Recién separado eres una herida andante y debes atenderte por encima de todo. Nada puedes dar si tienes que darte. El duelo es un proceso necesario. No implica quedarse recluido ni impedirse el disfrute de placeres, implica rodearse de personas que traigan paz y permitirse alegrías, amor propio y felicidad.
Yo me descubrí en una playa desierta mirando el mar con los pies descalzos sintiendo el frío viento en la cara. En ese domingo eterno donde no hablo con nadie. En esa fuerza que me impulsa a salir de la cama y ducharme con ese jabón maravilloso que me regalé. En esa comida minuciosa que me preparé a modo de festín privado. En esa intimidad con mi cuerpo. En un día que me puse enferma y me acurruqué en mi almohada. En ese silencio que calma. En esa música que baila.
Me iba gustando esa mujer frágil y confiada. Me encontré con mi lado divertido riendo a carcajadas una comedia que había visto mil veces. Le hablé otra vez a las plantas. Me aguanté las ganas. Y no sé cómo, pero a base de estar sola, mi cuarto se volvió rosa. Le añadí un poco de verde, abrí la ventana para que entrara el azul. La adorné con dorado. Hay blanco por todos lados, aunque las noches se vuelven algo oscuras. He aprendido a cerrar los ojos, y soñar con colores. Y las experiencias me iban acercando a mi ser, a mi gente, a mi calma interior, a mi risa. Ya pasado el tiempo puedo decir que me sé estar conmigo, que sé estar sola y esto me reconforta, pues siempre voy a estar acompañada.