Nos ponemos en situación: festejo social donde los críos se ponen pesados. Encima de la mesa, un adulto aprovecha unas hojas y además de hacer figuras y aviones con un niño, deciden lanzarse de vez en cuando uno. El niño se emociona y el juego se convierte sólo en una lucha divertida hasta que… Una hoja se estrella contra el ojo del adulto y le produce una lesión seria. Cesa el intercambio de sonrisas, mas antes de que el niño se asuste o culpabilice, el adulto tranquiliza al pequeño, asume su responsabilidad en el juego y acepta estoicamente el desenlace.
Dos años después, ayer mi hijo hace volar un avión de juguete y me pregunta: Mamá ¿te acuerdas del día que yo lancé una hoja y le dio al tío Víctor? Le asiento sorprendida y seguidamente me describe lo que para él supuso el accidente: Lástima, una puntería fantástica pero dolorosa.
Su curiosa perspectiva de lo acontecido se debe en gran parte a la buena reacción del adulto. ¿Qué solemos hacer cuando sin querer alguien nos daña? ¿O cuando torpemente nos manchan? Multitud de escenas me vienen a la cabeza… Cuando era más niña que ahora, aún se me derramaba con más asiduidad el vaso en la mesa y normalmente me llevaba y me sigo llevando un mal gesto o una mala palabra. ¿Qué reprochamos entonces?
Siempre pensé, al igual que algunos delitos, que si no existe intención de causar un daño, no debes ser tachado de culpable. Así que nunca le encontré sentido y jamás me sirvió para aprender que me regañaran, reprocharan o castigaran cuando sin querer pisaba a alguien, tiraba una copa y manchaba al de enfrente, o en un juego cualquiera daba un golpe en la cara de alguien.
Vuelvo a preguntar ¿qué reprochamos entonces? ¿que cometemos torpezas? ¿que nos equivocamos? ¿que calculamos mal las distancias? Que sí, que distinto es que nos avisen previamente o que nos digan que no hagamos tal cosa y persistamos, pero por el sólo hecho de tropezar…
Tampoco es por el reproche en sí, muchas veces ya con ver que hemos fallado ante ojos ajenos o que hemos causado un daño sin querer cuando nuestra intención era la contraria, basta para hacernos sentirnos mal, si además le metemos la reacción violenta, enfadada, defraudada o despreciativa del otro, fijamos aún más esa experiencia en la lista de acontecimientos amargos.
Con que medie una disculpa y un ofrecimiento de ayuda debería ser suficiente para reparar el daño causado, no hace falta ponernos en evidencia cual críos sin recursos sociales haciendo sentir al otro el torpe del mes. ¿Qué quieres provocar con ello? ¿Qué es lo que en realidad pretendes? ¿Generar una disculpa? ¿Pedir su auxilio? ¿Devolverle el malestar provocado? Esos gestos diferencian a las personas adultas, sobre todo con los más pequeños. De ahí la grandeza de alguien que dejó en el recuerdo de un niño sobre un amargo accidente, que tuvo éxito en su puntería, aunque no pudiera disfrutar por ello debido a su nefasta consecuencia.
Y todo esto es porque me preguntaron la diferencia entre una reacción casi instintiva y una actitud adecuada frente a un mismo hecho; o mejor dicho, la diferencia entre dejarte llevar o conducirte con inteligencia emocional.