Hace tiempo que no escribo por aquí. Sí que he estado en papel poniendo cosas en orden, incluso tengo varios borradores de post que luego se han quedado en unas frases inconexas que no seguí. Sé que este tema lo tengo que desarrollar, que preciso respuestas que a día de hoy todavía no me quiero o no me puedo dar, pero si algo me da consuelo desde que soy niña ante circunstancias desagradables o que me superan, es poder contarlas y así aportar mi granito para que a otros les ayude. Tal como hicieron las novelas y los ensayos que leí; las películas y obras que vi; o las canciones y charlas que escuché.
Dejar de castigarme, entenderme un poco más para perdonarme, es mi motor para escribir. No creía tener tantos demonios internos, o al menos tan presentes, pero sí los tengo. He bailado ya muchas piezas con ellos y con este escrito, siento que voy a empezar a dejarlos en sus sillas para componer mi propia coreografía. Señores, ha sido un placer, mi libreta de baile se queda vacía y la voy a llenar de mi propia alegría.
Yendo al grano y directa, como suele ser mi actitud y estilo vital, expongo el tema: la búsqueda de uno mismo para hallar la felicidad. Ohhhh, qué desilusión… mismo manido tema… Sinceramente pienso que no existe otro, ya lo vieron los griegos, Shakespeare, Cervantes y Coelho. Aunque este lo voy a tratar desde la separación, desde el soltar, desde la quiebra, el desapego, y por qué no, desde el divorcio.
Releyendo mis escritos, veo que no había dicho expresamente nunca antes que me divorcié en el 2017 de mi compañero después de 25 años juntos, los 17 últimos de casados y habiendo tenido dos hijos. Quien me conoce lo sabe, algunos lo intuyen y otros quizá no lo sabían, pero expresamente y por voluntad, nunca lo había manifestado públicamente. Tenía varias razones: respeto por el hombre implicado, mis hijos, mi familia, mis allegados, pero también un temor a enfrentarme al hecho de que al escribirlo, cobrara otra vez forma aquél dolor que atravesé y que de nuevo, todo lo que sentí pudiera aplastarme con más fuerza.
Se dice que tras la pérdida de un ser querido, el siguiente acontecimiento en la escala de dolor de una persona, y por encima de una propia enfermedad, suele ser una separación. Y cuanto más tiempo, más vínculo y con lazos de descendencia se haya tenido, más suma. No puedo corroborar nada de esto, porque no he vivido el resto de circunstancias y aunque así hubiera sido, el dolor es subjetivo, pero sí puedo afirmar que romper con mi vida pasada es lo más desgarrador que hasta el momento he pasado. Y aún así, era feliz.
Yo soy muy llorona, mis íntimos lo saben. También que me incomoda mostrarme vulnerable en esos momentos, pero que si estoy con las personas adecuadas, me lo permito. Así que de los meses tras el divorcio recuerdo el escozor de ojos y una estrecha relación que mantuve con la industria de los pañuelos. Puedo asesorar perfectamente cuáles son los más adecuados para cada momento, texturas, olores y formatos.
Y aún así recalco que me sentía feliz. Triste, agobiada, bloqueada, enfadada, culpable, desesperada, desilusionada… y feliz. Las cosas fueron como tenían que ir. No podían ser de otra manera. Decir que las cosas se dieron como tenían que ser y que no podían ser de otra manera, no es más que rodear la palabra «aceptación» ante lo que la vida nos pone por delante. Como todos, intenté poner tiritas, salir a disfrutar el vuelo de una mosca, beber un poco más de lo que solía, llamadas interminables con amigas, maratones de series, sesiones de doble ejercicio, gasto de tarjeta en objetos bonitos, adicción al trabajo… Se me ocurrirá alguna otra, pero tampoco hago cosas muy excepcionales. ¡Ah, sí! Me descubrí una faceta súper útil, aunque una vez superado el primer gran trance, nunca más he puesto en práctica. Renové dos librerías, me laqué un armario, hice bricolaje y hasta monté un par de muebles que tras el tiempo averigüé para qué hubieran servido esos dos tornillos que me sobraron…
Me dolió, me dolió mucho. Ni voy a negarlo, ni negarlo va a arreglar nada, ni quiero negarlo. Contando además que al dedicarme al desarrollo personal, escuchaba desgracias ajenas a las que tenía que acompañar y hasta tenía que dar clases de cómo superar lo que yo misma estaba pasando. Recuperar la autoestima, respirar cuando me invadiera la ansiedad, llorar para liberar mis emociones, no saltar sobre los demás cuando opinaban, dejar de castigarme, aprender a estar en soledad… Fue una etapa dura y bonita. Me descubrí fuerte y vulnerable.
La gran lección que me ayudó paso a paso a salir del túnel es saber y confiar en que no estaba sola. Ya, ya sé que lo primero a lo que uno aprende es a estar solo y vivir solo. Sí. Fue una gran conquista y el mero hecho de tomar consciencia de ello y no morir, me hizo vislumbrar un rayo de luz. Los primeros días pisaba el suelo con la sensación de que no había nada debajo, pero mi familia estaba allí. Me sustentaron, me cobijaron, me alimentaron, me cuidaron y cuidaron de mis hijos, así que yo podía salir a la calle a trabajar, a enfrentarme al exterior y seguir respirando. Lo cierto es que debo de estar mimada por los dioses, porque aquellos dos meses temporales fueron cruciales para abordar mi nueva situación una vez nutrida de comprensión y amor.
Tenía que hacerme cargo de mis hijos y apenas podía hacerme cargo de mí. Tenía la energía suficiente para trabajar y relacionarme con amigos escogidos que formarían mis nuevas amistades. Poco más. Así que la semana que estaban mis hijos, disimulaba mis emociones sin llegar a fingir lo contrario y consolaba sus duelos. Ellos también habían sufrido un importante cambio en sus vidas. No quisimos evitarles el dolor, no se puede hacer además, pero sí, no incrementárselo con los nuestros como adultos. Abrazarnos, ir a la playa, comer en familia, hablar… fue nuestra terapia y ellos sonreían y se divertían como los niños que eran. Quedamos muchos días para estar juntos los cuatro, hablarnos con respeto y cariño, como hicimos y seguimos haciendo, vigilando siempre no trasladarles la sensación de que deben elegir o posicionarse o preferir a uno u otro. Constaté la evidencia de que mi puesto como madre nunca será arrebatado por nadie, al igual que el de su padre.
Cuando llegaba la semana que estaba sola, me atendía a mí misma. Lloraba tanto, que mis bolsas debajo de los ojos se redujeron. Tenía una acumulación de tristeza honda y profunda, que dejé que saliera sin poner límite. Ahora lo compruebo en fotos. Una de esas llantinas me pilló delante de un espejo y me vi tan mal, que no quise tener recuerdos tan amargos en mi nueva casa, así que decidí salir a llorar fuera. Me cogía las gafas de sol negras más grandes que tenía y me sentaba en un banco apartado que hay en el parque enfrente de mi residencia. Tras media hora o así, me secaba la cara y volvía un poco más liviana.
Los ratos que no lloraba, trabajaba, trabajaba mucho. Iba en coche por aquella época de un sitio a otro y me ponía música variada, programas de radio, hablaba con el manos libres y cuando ya no podía soportar más la compostura y la congoja me subía, me paraba y me tomaba un momento para respirar. Y respirar. Inhalar y exhalar. Respirar y respirar. Algo tan sencillo y al alcance de cualquier ser humano fue mi ansiolítico. Deporte, respirar y hablar… Tenía a mis pobres amigas con la agenda llena de ratos conmigo.
Aquellos días fueron eternos y fugaces. Era incapaz de leer o seguir el argumento de ninguna película o serie. Perdí la capacidad de concentración durante seis meses. Pero pasó. Todo pasa si ponemos voluntad y pedimos ayuda para no estancarnos. Intenté por todos los medios luchar contra mi naturaleza dramática. Dejarme fluir sin atrapar aquellos pensamientos. Empecé a dominar mi tendencia obsesiva y un día me descubrí un poco más libre de mi ego y un poco más cerca de mi ser. Experimenté la paz interior y quise seguir bebiendo de esa droga llamada esperanza.