¿Que por qué escribí una novela sobre sexo?
Toda mi vida ha sido una constante por superar la vergüenza, el corte, el miedo escénico, el vértigo a la exposición, el juicio, el error, la patosería… Supongo que por eso los primeros sorprendidos de las cosas que hago sean mis padres, además de yo misma, claro.
Muchas veces lo he explicado en mis clases de oratoria, para escepticismo de algunos, descubrimiento de otros y ratificación de varios: no es lo mismo ser introvertido que tímido. Pues yo de introvertida no tengo mucho, más bien no tengo nada. Soy reservada para cosas que todavía no he asimilado o me afectan sobremanera emocionalmente, pero salta a la vista que soy extrovertida. Gusto de compartir mis ideas, opiniones, sentimientos y dudas con las personas. Con cercanas y desconocidas y esto último la escritura me lo permite en exceso.
Pero tímida lo he sido. Y mucho. Rozando la patología y el sufrimiento por ello. Hasta que un día, como me suceden a mí las cosas, que no me vienen despacio, sino que me acontecen en mi mente sin avisar, decidí que la timidez me incapacitaba la felicidad.
Recuerdo vívidamente el día que mi madre me llevó a la casa de un amiguito de la familia para celebrar su cumpleaños. Él tenía mi misma edad, no pasábamos de los dedos de una mano y puedo describir varias escenas mucho mejor que las transcurridas el semestre pasado.
Yo tan sólo lo conocía a él y obviamente no pedí asistir voluntariamente a ese evento. Mi madre, ya alertada por la psicóloga a la que consultó y que supongo le diría que para ir venciendo lo que me impedía siquiera saludar a cualquiera que no fuera mi estricta familia, empezó a llevarme a actos sociales infantiles donde me las tendría que ventilar yo solita.
Recuerdo el momento pánico en que mi madre me dejó en una casa decorada de fiesta, con golosinas que por aquella época sólo disfrutábamos tres o cuatro puntuales veces al año y amenizada con la algarabía de un grupito de niños y niñas de mi edad.
Me senté en una silla al lado de la puerta observando como los demás disfrutaban mientras yo, con las manos entrelazadas, sudorosas y prietas, pasaba uno de los peores momentos de mi existencia. Y no sólo porque estuviera sola y a cada instante la madre del muchacho me preguntaba si quería tomar algo o jugar con los demás y yo respondía con la cabeza negando, es que también estaba descubriendo que quería hacer todo eso y que el único impedimento para hacerlo era yo misma.
Eso fue lo peor, saber que nadie me sacaría de ello, ni siquiera mi madre cuando regresara. Saber que nada me impediría volver a sentir esa horrible sensación porque me había pasado en otras ocasiones y la que lo provocaba era yo y no podría suplantarme por cualquiera de esas despreocupadas niñas de trenzas despeinadas por las risas y los juegos.
Sin más recursos que los que contaba por entonces, me sentía incapaz de cambiar las cosas en ese momento, pero tomé una resolución ese día que todavía me sirve de guía. Mi madre me recogió en el mismo sitio que me dejó, sentada en la silla, y me sentí aliviada como tantas otras veces, pero efectivamente, algo sí cambió. Además de aliviada estaba decidida.
Esa mezcla nunca se me había dado antes: alivio por cesar mi ansiedad aunque decidida a no volver jamás a sentirme aliviada por ello. Tendría que vivir en la permanente incomodidad a partir de esa fiesta de cumpleaños. Mas la vergüenza es infinitamente más amarga, más paralizante, más angustiosa, más triste, más devastadora, más solitaria y más esclava.
Poco a poco asumía riesgos. No me lo pensaba dos veces porque más de un millar de retos se han quedado sin realizar, pero todos aquellos que podían hacerse en una pronta acción, los intentaba. Y así avancé. Me inscribía a cursos sin conocer a nadie, me examinaba de música en tribunales por libre, me apuntaba a viajes por el extranjero para vivir en familias extrañas, levantaba la mano en una conferencia para preguntar una chorrada, convocaba reuniones en el trabajo sin prepararlas, acudía a comidas multitudinarias donde sólo me sonaba el nombre del anfitrión… Y otras tantas que confesaré cuando no tenga escapatoria o bajo tortura.
Desde ese cumpleaños de mi amiguito he llegado hasta aquí a escribir mi novela «El sexo como excusa». Un libro que habla de sexo, de relaciones, para mí de las cosas más íntimas del ser humano. Un libro que tendrá cosas mías, cosas inventadas, cosas que me han contado, cosas que me tocan por dentro, cosas que no tengo resueltas, cosas que no pueden leer mis hijos pequeños y que cuando lo hagan me mirarán con otros ojos. Un libro que no será de fácil lectura para alguien…
Pero quiero hablar de ello, quiero no tener muros, quiero superar mis barreras, quiero no volver a quedarme sentada viendo como otros hacen lo que desean mientras yo estoy esperando a que me recojan de una silla a sabiendas de que si no me levanto, nadie lo puede hacer por mí.
Me resulta un libro incómodo. Del mismo tipo de incomodidades que hace que me siga forzando a subir en las redes una foto donde se me notan mis imperfecciones, atravesar espacios silenciosos de miradas cuando llevo minifalda y tacones, tratar cordialmente a personas que me muestran su no aprecio a la espera impacientes de mi error, defender un trabajo en el que no he llegado en esa ocasión a mi nivel de excelencia, abrir mi corazón sin intuir la respuesta, desnudarme ante el hombre que amo, mostrarme vulnerable, atreverme a ser yo…
¿Que por qué escribí una novela sobre sexo? Eso me preguntaron, eso me respondo.