Cuando tocas al cuerpo… aparecemos los humanos. Somos más animalitos que polvo de estrellas. Tanta alma, tanto ser, tanto espíritu… ¿pero acaso no venimos envasados?
El cuerpo lo determina tanto como la química que mezcla cual científico loco nuestro gran jefe, el cerebro. Durante un tiempo al cuerpo se le había relegado por endeble, por efímero y ajeno a nuestra voluntad. Porque claro, ya estaba determinado de antes la altura, el color de pelo y hasta nuestra tendencia a sonreír o tener los ojos de perro pachón. Pero no por predeterminado e impredecible en su fecha de caducidad podemos abstraernos de él.
¿Cómo no nos vamos a ocupar de nuestro cuerpo? Pues lo hacemos muy poco, para mí es el gran sufridor. Cuando somos pequeños por inconsciencia, de jóvenes por inconscientes y de mayores… por carentes de consciencia. El caso es que nos acordamos de él cuando algo nos falla. Aunque voy a contar la anécdota contraria:
Andaba cierto día acompañando a mi hijo en sus hábitos cotidianos y sentadito en ese sitio de casa en el que a veces se nos detiene el tiempo, cuando me narraba las hazañas que le habían dejado huella.
—Mira, aquí el morado de la patada que me dieron en el fútbol. Este rasguño en el codo, de la piscina. Y esta herida en la pierna que me hice saltando ayer todavía me sangra.
Se queda un momento pensativo, se vuelve a mirar de arriba abajo medio desnudo que estaba y al fin asiente.
—¡Qué estupendo tener un cuerpo!
Creo que no sólo se refería al aspecto visual del caso, creo que más bien se refería a todo lo que ese cuerpo le permitía hacer. Y no sé, pero inmediatamente me vino a la mente todas aquellas personas que andan con graves limitaciones o postradas en una cama y piden clemencia al tiempo para que no demore su marcha.
Nunca he tenido del todo claro qué haré cuando me vea en esa circunstancia. Y espero que esa duda no pida ser despejada, pero no puedo evitar reflexionar sobre la importancia que para mí tiene la actividad física, ahora que me veo obligada a guardar cierto reposo debido a una leve lesión en un pie. Que conste que salgo, que entro, que veo a gente y que vienen a verme, pero siempre dentro de la inmovilidad, quietud o falta de aerobismo.
Pensé que me iba a hinchar a escribir, a estudiar, a leer, a tomarme con tranquilidad ciertas cosas que postergo porque la vorágine diaria no me deja… ¡Y un cuerno, no puedo! No me concentro, me siento abotargada, lenta y torpe de razonamiento. Es más, el súmmum lo he experimentado viendo películas de acción… ni en mis peores récords, a los 10 minutos la trama se me ha ido al garete.
Observando cierta incomprensión en parte de mi entorno (ojalá me pasara a mí, unas vacaciones de descanso… todo el tiempo del mundo para… yo aprovecharía para… es el momento ideal para…) toda agobiada se lo contaba el otro día a mi padre y llegamos a la conclusión de que sin presión, sin constantes cambios de escenario, sin actividad del cuerpo, el cerebro no nos funciona igual.
Y por favor, que nadie me hable de la plasticidad cerebral para amoldarnos a esas circunstancias, porque como de verdad se me acostumbre el cerebro a esto… ¿No podría ajustarse mejor a que pillara el guión de Misión Imposible, 007, Matrix o Star Treck? Si a mí eso me resulta más útil ahora, si cojita no me voy a quedar y viendo pelis, el resto de mi vida, oye.
Así que en mi caso, no se trata de no estar enferma, de enseñar tableta, darme constantes buches de agua o comer de categoría, el cerebro necesita gastarse por todos los miembros de su banda. Yo pensé que el cerebro estaba arriba de los hombros (que conste que para algunos humanos no supera la barrera de la cintura, pero eso es porque se quedaron en una sucursal destinados y no llegaron a la sede por incompetentes) pero no, está en cada una de las partes a las que sus terminaciones nerviosas llegan.
Está bieeenn, voy a intentar que la creatividad me guíe en esos momentos contemplativos de los que dispongo ahora, haré un esfuerzo… Pero me da rabia que cuando apenas encontraba 15 minutos para escribir me cundía un mundo, y en este verme la punta de mis dedos a la altura de mis ojos, dos horas apenas sirvan para tibios renglones.
A este paso, voy a cambiar el personaje de «La ventana indiscreta» de Hitchcock por «La vieja del visilllo» de José Mota…