Recuerdo los estivales de niña como tempos necesarios para continuar la Sonata. Debía de ser de las pocas que el último día de clase reía mucho para ocultar la angustia que me entraba porque el colegio terminara.
A ver, entiéndase en su sentido positivo, no es que me fuera a picar piedra a una cueva aislada, encima era una afortunada alicantina con playa, buen clima y parientes deseosos de apreciarlo. Mas esa separación involuntaria, extensa y abrupta con mis quehaceres que tanto amaba y con mis compañeros de colegio que en aquellos días eran mis amigos íntimos, me desgarraba.
Hubiera preferido mil veces hacer interrupciones pasajeras a lo largo del año acordadas con mi estado anímico y en condiciones climáticas más insoportables. Especialmente recuerdo un verano que tuve que separarme de un amigo muy especial y a la vuelta… ya nunca fue igual… ya nunca fue igual de especial… Habíamos crecido por separado en esos interminables tres meses, con todo lo que ello supone para unos púberes.
Hay a personas a las que les sienta estupendamente, vuelven hasta más simpáticos, más saludables, más optimistas y más joviales. Les dura dos cargas de timeline de Twitter (lo que antes se llamaba dos telediarios), pero aunque sea en esos fugaces instantes, se les nota. A mí me cambian, me transforman, me remueven y me agitan de tal forma que de una, me avanzan cuatro casillas en el tablero.
No es que me desagraden, no es que no disfrute, no es que no me relajen, no es que me saquen de contexto, es que regreso a un punto donde antes no estaba y además, descolocada. Me suele pillar de uno de estos dos estados de ánimo: o llena perdida y a punto de estallar, o con un vacío voraz que se lleva por delante lo que se ponga.
Con el transcurso de la vida entendí a santo de qué viene esa organización programada del tiempo libre llamadas vacaciones. Hubo un momento vital de mi existencia que se puede decir que vivía por, para y gracias a ellas. La sociedad de consumo y capitalista se pispó enseguida y ya se preocupa muy mucho por mantenernos en esos juegos de malabares.
Y luego, lo más lamentable es que, si bien me recuperaba de lo que fuera, era para volver otra vez y a plena conciencia de donde venía huyendo. Lloré. Un domingo por la tarde me recuerdo estar llorando por esa causa. Creo que me di una colleja física y todo. Me enjugué las lágrimas, tomé un par de decisiones trascendentales, de esas que trasciendo todos los septiembres desde mil novecientos ochenta y…, y se acabó la pena. Lo dicho: vuelvo loca o loca al cuadrado, pero al menos sin pena.
Lo sé, soy muy afortunada por disponer de vacaciones y tener la oportunidad de disfrutar de largos períodos de relax, de salida de rutinas, de realización de actividades nuevas y todo eso. Pero es que ya me monté la vida ordinaria que me gusta. Ya disfruto de mis actividades y pasiones actuales. Ya rompí con rutinas que no me agradan y me creé hábitos y costumbres que me enriquecen. Debo de ser de esas raritas personas que hacen de su vida continua una grata aventura y tan sólo necesitan paréntesis ocasionales y las vacaciones forzosas le saben a eso, a forzosas.
Así que ahora, acepto los estivales como tempos necesarios para continuar la Sonata…