«Dichoso aquel que a los suyos…» ¿Dichoso? A mí me repateaba descubrirme cosas semejantes a mis padres. Hablo desde la adolescencia, claro, aquella etapa de la vida que todavía sus restos me persiguen. Y es que cuando tus padres caen de ese pedestal en el que los colocas, parece como si todas las manías afloraran al tiempo para ponerse delante de ellos e impedirte mayor perspectiva.
No ves otra cosa que aquello que detestas. En ellos y en ti. No sabes si cambiarte o irte a encargar otra familia. Lo curioso es que cuantos más esfuerzos hacemos por ser diferentes, más nos atrapamos en sus esquemas.
Hasta que avanzas y entonces… miras con cariño todo lo que tienen y te aportaron. Y te entiendes. Y los entiendes. Y es tan gratificante, que eres capaz de comer sopas con cucharas de agujeros.
La guinda se pone cuando un día observas en tus hijos lo mismito que suponías erradicado en ti y que tanto te molestaba en los de tu familia. Y claro, si los amas, no te queda más remedio que dar por bienvenido esos asuntitos que no tenías resueltos todavía.
—Niño, no te comas las uñas —le indico con mis manos marcadas por mi antiguo delito.
—¿Pero hija, por qué te ríes cuando te estoy regañando? —y de pronto me veo en ese nerviosismo que aflora inoportunamente en la comisura de la boca.
Así que no, no volveré a renegar de mi aspecto trigueño, de mis ojos claros manchados del marrón de mi padre. De mi cabello ensortijado de puro inconformismo de mi madre, tanto tiempo doblegado a estar liso y recto…
Y cuando me detecte arrollando pueda sonreír con ternura contemplando el rostro de los míos. Y cuando me de cuenta de que fui a buscar y recrearme en heridas, agarre la mano imaginaria de mis pasados para salir, sangrando, pero sabiendo que saldré con menos corazas, de tantas veces haberlo observado.
Acogeré mi inoportuna y provocadora palabra, mi soberbia ante la corrección ajena. Recibiré con compasión, mi precipitada acción y mi impaciente lengua. Me refugiaré cuando lo precise en la valentía Miranda, con ese toque de locura Segovia que zigzaguea del coraje a la insensatez, tan a menudo, que borra los límites.
Por todo ello tendré que pagar peajes, como hacerme la irreverente, la desmemoriada, la fuerte…
Daré eternas gracias a los míos por dejarme madurar lento, equivocarme a sabiendas, por aflorar mi sensibilidad en cada cosa que hago, por no conformarse de mí con lo que yo sí y por dotarme de piernas inquietas, raudas y ligeras para salir corriendo de todos esos profundos charcos en los que me meto.
Y ahora en mis hijos estoy reflejada y toca volver a revisar las premisas del amor: aceptar, tolerar… Muy dichosa de a los míos parecerme, porque en virtud de ello, puedo tomar conciencia y cambiar, o persistir.
—Mamá, no te estoy pidiendo permiso, te lo estoy contando —escucho a mis espaldas y me río para mis adentros…