Es mucho más que cierto que todos llevamos un artista dentro. Aunque no de todas las categorías. Sin embargo, hay una que se ve que llevamos en los genes homínidos, y las demás ya… Es la vena artística del melodrama.
Igual no sabemos garabatear, mantener un ritmo básico, combinar colores, darnos la vuelta sin caernos, describir lo que acontece al lavarse los dientes, o siquiera montar un nido para pájaros de plástico, pero no conozco bicho de dos patas que no te monte un fantástico guión dramático con elementos tan peregrinos como dos gotas de agua que, halladas en una ventana, jamás se encuentren entre sí y ello impidiera la viabilidad del Océano Índico.
Es fantástico. Lo que el mundo se está perdiendo…. Oye, sin saberlo. Nos paren y somos incapaces de detectar nuestro innato potencial como creadores de dramas. Y encima no nos cansamos de acumular, incluso, los dramas de los demás. Nos pasamos la santa vida viendo películas, bailes, formas, leyendo historias, escuchando canciones… Y cuanto más drama, más nos gusta.
A veces nos decimos que observando los problemas de los demás, aprendemos a manejar los nuestros. ¡Y un cuerno! He sido testigo de que la histeria colectiva aviva la propia.
Así que ahora opto por enfriar y desdramatizar cuando alguien me viene con «Estoy fatal… tengo un problema…». Entonces, saco del cajón del archivador el último test que paso:
—¿Has comido hoy?
—¿Le importas a alguien en este mundo?
—Si te acuestas esta noche ¿tienes probabilidades de despertarte al día siguiente?
A la tercera respuesta, ya no siguen… ya no sigo… No es que minimice sus problemas, pero sí hay que hacer una gran distinción entre problemas e inconvenientes. Los problemas se manejan y solucionan, los inconvenientes se asumen y se portan.
Esto me lo clarificó una amiga cuando el tamaño de mi drama alcanzó límites internacionales, con ropajes dignos de diva de Ópera en la Scala de Milán, cantando a voz en sangre mientras tocaban tres orquestas simultáneas a miles de megahercios, ahogada en lágrimas de fuerza ciclogénesis explosiva, que arrasaban a su camino toneladas de rímel de ojos que parecían impedir distinguir el suelo del horizonte de por vida.
Hay que aprender a diferenciar entre problemas e inconvenientes. Problema es no saber atarse los cordones de los zapatos. Inconveniente es no tener pies para calzarlos. Los problemas los manejas y terminas resolviéndolos de una manera o de otra, desde el velcro, a las dobles lazadas. Los inconvenientes los guardas a la espalda en la mochila de atrás. Van con nosotros, a veces pesan. Pero no los miras ni te enfocas en ellos. Dejas los pares más livianos posibles y no los sacas cada dos por tres poniéndolos encima de la mesa donde comes o tomas el té. No siempre vienen a cuento.
Casi ninguno de los problemas que escucho, incluidos los que escucha mi propia cabeza sin que los transporte el aire, obedecen a la categoría de inconveniente. Y en todo caso, que no sea un inconveniente que no pueda llevarse a la chepa sin aminorar el paso.