Leo multitud de artículos que persiguen e idolatran a los que han tenido éxito. Esos que salen en portadas porque han conseguido un logro que el resto no se propone o que, habiéndose propuesto, no han llegado. Ríos de tinta antes, millones de visualizaciones ahora, ensalzando los valores, el coraje o esfuerzos de los triunfadores. Se toman como referentes y sin embargo desconocemos profundamente a esas personas.
Igual suena ya manido, pero lo cierto es que solemos tener enfrente a nuestros mayores héroes y referentes y no los valoramos. Cambiaría todos esos aplausos a unos pocos por un mayoritario o unánime gracias de corazón por esos padres que suben el volumen de la tele para que no se escuche sus tripas rugir en una cena para sus hijos, o por ese hijo que ha de dirigir una empresa familiar próspera enterrando en odiosas comparaciones sus propios sueños. Qué sabremos de esa mujer que cree merecer desgastarse en cuidar y servir a quien la ningunea porque la sustentan del reproche de que no ha priorizado a su familia y los pone en desventaja. O de ese otro hombre que pierde su trabajo y no tiene ni duelo ni tiempo de construirse porque sustentaba todo su mundo y el de los suyos. O ese hermano que sale por la puerta de la casa parental con oprobio de todos por establecer un límite que todo el clan aprovechará pero que nadie reconocerá.
Cuando uno investiga en biografías, participa en constelaciones o simplemente escucha las historias de amigos y vecinos, se da cuenta de que a diario y a cada instante, este mundo se construye sobre el éxito de todos y cada uno de nosotros. Además, tengo la mala costumbre de cuestionar bastante a los triunfadores masivos. Lo sé, un mal vicio como otro cualquiera, pero cuando algo es alabado por la mayoría de mis contemporáneos, me salta el subrayador de la letra pequeña…
Lo hacemos con la mejor de las intenciones, pero cuando como sociedad solo hablamos de los del éxito, al tiempo soterramos a los loser a la inutilidad y, sin intentos, sin bloqueos, sin desgastes ni fallos, nadie encumbraría a nadie. El sistema se soporta por las polaridades, porque unos suben y otros bajan. Hay corrientes, sobre todo desde la formación y desde el humor, que contrarrestan esta tendencia de mirarse en los del éxito, sobre todo porque los medios de información del sistema imperante (¿He dicho imperante y no del imperio, verdad? Es que a veces me asaltan unos lapsus…) acallan la mayoría de éxitos diarios de anónimos, creando la atmósfera propicia para empequeñecer a las masas de personas que en verdad mantienen al sistema.
Voy a poner como ejemplo, un best seller escrito por un español, Francisco Alcaide Hernández, por título «Aprendiendo de los Mejores» en su 10ª edición, ejemplar que tengo delante. Si viniera un extraterrestre a sacar conclusiones diría que las mujeres son animalillos en vía de extinción, pues de los 54 referentes casualmente solo 3 mujeres merecen tal distinción y no podían ser menos que la reina de la autoayuda, una monja abnegada y una luchadora «afroamericana de origen negro» (sic). Cuando uno ve esto no queda otra que ponerse el despertador para el día siguiente con la esperanza de que no suene, porque lo que es el éxito y la gloria, ya parece que lo repartieron en otra fiesta a la que no fuimos invitados y la etiqueta era solo de pantalones.
Pues no es así. Esas personas, que está muy bien honrarlas, no contribuyeron más y mejor a la humanidad que tú o yo. No son mejores. Son. Tú no eres peor. Eres. Y tan solo por existir, tan solo por ello, ya eres éxito, ya eres merecedor, ya eres valioso, ya eres digno. Desde la proyección, la lealtad, el espejo, la sombra, la luz, lo opuesto, desde cualquier posición que estés, es perfecta y necesaria. Eres perfecto y necesario.
Estas ideas contradicen las ideas del ego que se cree mejor que otros. Que se compara y está en posesión de la verdad y los demás están equivocados. Me hace gracia que se editen millones de libros hablando de narcisistas y nadie se lo reconozca. Creer que tú sí eres bueno y oportuno, o que este otro también, pero estos otros cuantos no, y que esto es un acto propio de un ser amoroso e inocente, cuanto menos, da risa. Cuanto más, es un pensamiento pretencioso, soberbio y engreído y ya hemos dicho que eso se recopila en libros que hablan de otros, de los tóxicos, pero no de nosotros…
Aunque nos cueste verlo y entenderlo, todos somos los del éxito. Las personas no vivimos aislados ni crecemos en solitario. Todo es relación porque está conectado. Para que uno cambie el mundo con su palabra, han existido muchos otros antes que crearon y enriquecieron el lenguaje, enseñaron y transmitieron esos símbolos, alimentaron sus cuerpos y asistieron en su sueño. Aún recuerdo por lo mucho que su pequeñez de espíritu me tocó, cuando Fernando Alonso ganó su primera carrera de F1 y dijo sin sonrojo que no se lo debía a nadie. Ay, Dios, empezando por su nacimiento y acabando por los que le pusieron palos entre las ruedas y le sirvió para fortalecerse, él es el resultado del éxito de muchos otros antes que del suyo propio.
Así que, como bien escribió Marianne Williamson y luego inspiró el primer discurso de Nelson Mandela en su toma de posesión como presidente electo, nuestro miedo más profundo es que somos poderosos sin límite, y añado que eso incluye temer nuestro éxito. Unos pocos son reconocidos socialmente por ello gracias a que olvidamos el nombre de todos los demás. Entender que el éxito siempre es compartido, aún desde el punto de vista de calificar lo contrario como fracaso, es transcender la mente dual que nos sigue anclando en los postreros puestos de nuestra propia vida.