El sol me amanece todas la mañanas. No hace falta que me lo presenten, ya nos conocemos. Aunque ignore todo funcionamiento, es mi más primario recuerdo y dentro de mí está porque soy gracias a él.
Allá tan lejano, tan arriba, tan omnipresente, tan común, tan entregado a todos… y tan particularmente mío.
Me regala su paz para actuar, su fuego para luchar y su calor para crear. Ni siquiera lo honro, pues por perenne lo doy.
Descubrí que es imposible dominar su voluntad, su capricho y su razón de estar. Hay quien lo adora, le atribuye poderes y le recrea en historias para la Historia. Pero es más viejo que ella y no aspira a superarla.
No hay una vuelta al día que se mantenga igual. Pero constantemente diferente está.
Me encariño de su presencia. No quisiera su falta, pero maldigo, como perezosa amante, su constante vigilancia.
Y si bien en la penumbra de su desaparición me llega a aterrar, en cuanto apunta que va a herir mi vista con lo que me va a mostrar, me tranquiliza su permanente mensaje: mientras todo se repita, tienes oportunidad de cambiar.
No me faltes, sol. No te acerques tanto, que allí contigo todavía no he de viajar.
Extraño hueco de luz. Errante pasajero del universo. Se hace antipática tu tanta necesidad. Te salva que eres poderoso y lo ostentas con benevolencia perenne, democrática y carente de duda. Tus emisarios son los que te tapan, los que no te ocultan, los que giran desiguales, los que crean y envenenan los escudos. Pero tú no.
Si a algo se pudiera aspirar juiciosamente, sería a ser parte de su esencia, a desgranar tu razón o a alcanzar tu altura.
Bajo tu manto todas las criaturas te sabemos, con juicio y sin él, con ganas o sin ellas, sin intención o con toda la del mundo. Te vemos redondo, brillante, dorado y punzante y sin embargo, no nos está permitido mirarte.
Mientras sigas distante y extraño; mientras no te pasees ante mi asombro; mientras digas que sí y que vienes; mientras yo te sienta, existiré.