Esta es la historia de un hombre que quiso destruir aquello que amaba. Es de lo más común y triste… Se enamoró casi nada más verla. Iluminaba el ambiente en cuanto ella entraba y bajo sus ojos quedé hechizado, confesaba un despojo de lo que ese hombre fue. Era tan bella y cálida que no dejaba indiferente ni al frío mármol.
Y así poco a poco y con la mirada vaga en el suelo relataba la gracia de caída de su cabello, el imposible color de sus ojos, el irreal tono de su tez, el armónico movimiento de sus labios y hasta la perfecta línea curva de su pómulo derecho. No cabía duda que había contemplado su semblante con el embelesamiento que sólo un loco y perjudicado por un ángel caprichoso hace.
Supongo que omitiría los estragos que el recuerdo del contacto de piel le provocaba porque tan sólo relatarlo le infligiría dolores físicos, aunque su mirada perdida y un encogimiento de su ser en alguna parte de su historia sacaba a flote lo que sin éxito intentaba ocultar.
Fue el mejor reto de mi vida, conquistarla. No podía creer que al final me eligiera, que entre todos los demás decidiera mirarme, hablarme, amarme… Me sentí el hombre más dichoso, esa diosa estaba con los demás mortales por un rato al día pero luego se venía a casa conmigo…
Y no sé cómo un día me dio por pensar ¿y si no vuelve? Y lo que es peor ¿y si viene de casa de otro? Entonces encontré como solución ocultar mi tesoro, que nadie se encaprichara de mi tesoro y si no podía evitar que ella mirase al mundo, sí que los demás la mirasen. ¡Fuera ese pelo! mira tu ropa… resalta… no, no es un cuerpo, es mi cuerpo, ¡es para mí!
Empecé a sugerirle… pedirle… criticarle… exigirle que no se pusiera tan guapa, que no fuera tan simpática, que no hablara, que no sonriera tanto… Y en ciertos momentos lo logré, ella fingía no ser bella, lista ni amable… No ser ella. Por momentos conseguí que ella no fuera ella.
Y al final… me quedé sin ella.