Es uno de los lemas de mi casa, cuando es el cumple de uno, todo te está permitido. Incluso entre mis hijos, ellos mandan. Y cuando me toca a mí… mmmm, me encanta ese día por las pequeñas licencias que me permito. Suelen ser bobadas, como elegir lo que se come, reclamar mimos y sexo, tirar a la basura algo nuevo pero que no me gusta, imponerme bula para un gran despiste o cancelar los aburridos planes de los demás para que me acompañen a ningún sitio. El día que escribo este post no coincide con ese día, pero no quita para que me de cuenta que a medida que el tiempo pasa, más veces me permito licencias, será para contrarrestar las esclavitudes que nos vamos creando para los demás.
Nada como dar el poder y comedirte (=acojonarte) a conciencia. Hay una dinámica de grupo que utilizo y que comentaba con un amigo de la profesión: dale a alguien una batuta y dile que ahora está al mando y que puede pedir de los demás lo que quiera. En ese momento se vuelven responsables y nada autoritarios (en principio ¿eh? tras unos minutos de gloria se la quitamos no vayamos a liarla y me toque escribir la tesis entera). Y es que en el fondo, el poder nos asusta porque nos hace responsables.
En relación a esto tengo una anécdota relacionada con uno de mis restaurantes preferidos (El Portal Taberna & Wines) Para evitar mi tendencia a pedir una y mil veces lo que sé que me gusta, cuando voy le digo al maître que me dé de comer o cenar, o sea, me pongo en sus manos. No falla, se superan cada vez más y encima la cuenta, curiosamente, siempre es más baja que cuando soy la que escojo. No es lo mismo pensar: tú has elegido eso y cuesta tanto; que pensar: decido por ti y asumo todos los resultados.
Lo cierto es que en los casos en que me han dado el mando, mejor me porto. Creo disponer de la solución a parte del enigma y se halla en ese pulso de tira y afloja que me llevo con la libertad. Lo he vivido con mi padre, él me enseñó cómo usaba el poder y cómo al mandar «sin tener que mandar» conseguía que no mandaran sobre él.
En su trabajo como magistrado, estaba investido de autoridad, de capacidad de decisión, de imposición, de resolución sobre la vida de los demás y siempre lo hacía desde un respeto tan profundo que parecía que en verdad había pedido permiso antes y de no obtenerlo, lo hubiera ido a buscar. No es que apreciara en él derroche de bondad de esos que saltan las lágrimas, no era bondad, no, era respeto, profundo respeto por esa responsabilidad asignada, por saberse obligado y no libre. Podría equivocarse en sus decisiones, supongo que para algunos o muchos sus fallos supondrían injusticia, mas nunca abuso de poder. Su autoridad como órgano decisor, como jefe de personal e incluso como padre no la ejercía para su propio provecho, era algo así como un mal necesario y asumido para que las cosas funcionaran… y le dejaran a su aire.
Ahora con una ligera perspectiva, pues tampoco me queda muy lejano, comprendo, por ejemplo, por qué nunca quise ser de niña delegada de clase. Eso sí, tampoco acataba sin más las decisiones de esta figura. Me reservaba mi voto particular y así lo he hecho en multitud de ocasiones. Si la cosa se ponía complicada para mí, me alzaba con el puesto o me aliaba estrechamente con su causa, pero para volver en cuanto pudiera a dar un paso atrás. Se podría decir que la figura del líder en la sombra la practiqué desde que aprendí a encender y apagar las luces yo solita. Sólo me veía obligada a tomar las riendas para garantizarme que mis riendas no las tomara nadie más que yo.
Posteriormente en mi trayectoria profesional aterricé de los mundos de Yupi y de creer en líderes inspiradores, guías, paternalistas, autoritarios, notorios o sutiles… el que ostenta el mando, poder, liderazgo, autoridad, potestas o como lo quieran llamar lo gesta desde el fin personal que lo haga. En esa relación estrecha de persona- poder, en esa finalidad intrínseca de para qué toma el poder, es lo que determina el medio que emplee.
Sí, ya sé, todos tenemos nuestras causas egoístas para ejercer poder sobre los demás, pero sí y mil veces sí prefiero a un director de equipo que dirija porque en el fondo ansíe libertad para sí mismo que el que dirija para cercenar la libertad de los demás. El matiz es tan importante y notorio que el que haya padecido uno y otro entiende enseguida de qué hablo. El que ansía libertad es porque ama ese concepto y siente respeto por él. El que ejerce el poder por ansiar otro bien (ya sea particular, común o general), puede primar ese bien sobre la libertad y la mayoría de veces puede que ese bien no sea tan bueno para unos que para otros, puede que no sea compartido en la escala de prioridad de valores, o puede que encierre su yang.
Al fin y al cabo, no es buen carcelero al que le gusta respirar al aire libre.