Ya no llevo la cuenta de a cuántas ponencia asisto. Antes sí. Incluso en todas anotaba las cosas que allí se decían. Ponía hasta el título, los puntos tratados, los chascarrillos… Empezó a resultarme insufrible, hay torturas medievales más llevaderas.
Pasé entonces un primer filtro: el nombre. Hay veces que ni pongo el nombre del ponente, si como persona, o mejor dicho, como personaje no trasciende su efímera actuación de cinco minutos después en mi mente. No pensé jamás que me pasara, pero hay cada vecino gris anodino por ahí suelto… Lo normal es que aprueben este primer punto, pero haberlos, haylos.
El segundo filtro suele ser el título. Solo recojo en mis notas si son dignos de copiar, plagiar o arrancarme curiosidad. No es que desprecie los títulos claros y que vayan al grano, pero del contenido suelo extraer una síntesis que me ayuda a identificarlo mejor y entonces los cambio. Aquí he de decir que en el top tengo una charla de mi amigo Francis Selva que tituló «Sueña la margarita con ser romero» hablando de sistémica. Y lo bordó.
El tercer filtro es tratar de seguir el esquema, aunque sea mental, sobre el que el ponente se ha basado para soltar lastre. Si es una línea consecutiva con horizonte muy lejano o un rodeo sin fin, me dedico a hacer fotos y dar la tabarra con el Twitter, lo siento. Y es que mi mente se parece a la de los millennials, o me llevas a una idea, o tus pajas mentales te las haces en el backstage antes de salir a escena. Para eso existe la intimidad, que casa muy mal con hablar en público.
El cuarto filtro son las anécdotas. Suele ser lo que más me interesa, porque me hace descender de los cielos de la teoría a los lodos de la práctica. Pero claro, cuando topo con esos ponentes cuyas experiencias siempre acontecen en lugares fantásticos que huelen a Silicon Valley y codeándose con descendientes de la pata del Cid, me da un muermo… Escuchar egos ajenos amuerma ¿no se han dado cuenta todavía? Entran ganas de levantarse, darle una palmadita sonora en el hombro y decirles: «Que síííí, que eres mu grande. Ale, sigue, campeón, que hablas con nosotros y no te vamos a dar más moneditas a la salida por ese despliegue de plumas.»
El quinto filtro es el grado de capacidad para interactuar con nosotros sin maltratarnos. Como a veces me meto en charlas de charlatanes, que de todo se aprende, me hacen chocar los cinco, levantamientos de tríceps, contestaciones obvias a preguntitas de marras, o testigos, si no pacientes, de experimentos dignos del Doctor Mengele. Dependiendo de mi listón de asertividad ese día, o salgo con ganas de repartir por haberles seguido la corriente, o el ponente me reparte en su lista negra por haberle fastidiado en ser la nota discordante.
El sexto filtro son sus datos de contacto. Si son guapos, ay, perdón, quise decir, si presiento que aportan valor a mi red y que sus contenidos son interesantes, los sigo. Cotilleo sus páginas, sus perfiles, sus chascarrillos acerca de Puigdemont y si entre sus amiguitos se encuentra alguno mío digno de confianza.
He llegado a la conclusión de que todo ponente tiene su público. Y que hay público que tiene a todos por ponentes.
PD: Así empecé mi charla en la Uni de Alicante, Facultad de Económicas. Era un público más entregado, que coaccionado a su asistencia 😉