Gracias, queridos Reyes Magos, mis Reyes, Mis Magos, gracias. Una vez más mantenéis mi confianza intacta. Mi ilusión perdura. Mi pequeña y exclusiva «Navidad» empieza el 5 de enero y termina el 6. Así ha sido siempre. Y este año no podía fallar.
Desde niña, mi especial día era el día de Reyes. La Nochebuena y la Navidad eran días de familia, de reencuentros, de reuniones de varias generaciones, de risas contagiosas, de machacones recuerdos, de lágrimas de emoción, de felicidad compartida, de orgullo de pertenencia, de tradiciones asentadas, de tradiciones cuestionadas, en definitiva, días de familia, de gran familia.
Sin embargo, el día de Reyes era el día del petit comité, de padres e hijos. Era el día de complicidad con tus progenitores, de rivalidades y comparaciones fraternales. Al menos en mi casa y con una sola hermana, los Reyes se miraban muy mucho el número exacto de paquetes a repartir a cada una, así como el tamaño. Nos sabíamos protagonistas absolutas. No se hablaba de ayudar a los abuelos, de contribuir a poner la mesa para los múltiples convidados, ni te perdías en la masa. Ese día mi hermana y yo éramos las reinas de la casa.
Las miradas, conversaciones, atenciones y ofrendas giraban a nuestro alrededor. Si manteníamos la consabida ilusión, aumentábamos la mentira con imaginados ruidos y nos sugestionábamos una a la otra. Conforme crecimos, si bien nuestro ego nos ponía caprichosas y exigentes, nuestro amor en familia lo amortiguaba con gratitud y alegría por nuestra abundante suerte. Incluso en tiempos de vida de mi abuela, nos reuníamos a comer y le hacíamos la pasarela de objetos materiales y banales que, al menos por un día, parecía ser la fuente de toda felicidad.
Sea por lo que fuera, para mí era el día más especial en familia. Pese a ser un día marcado en el calendario, porque a mí eso de verte obligado a ponerte en «modo on» según alguien lo marque, me repatea, esta fecha era la excepción. Cada una en su despertar nos esperábamos para acudir juntas al dormitorio de los papás y disfrutar del espectáculo a los pies de su cama. La mirada de mis padres… las risas con mi hermana… los deseos materializados… las sorpresas… las decepciones… la generosidad…
Si bien el crecimiento quitó espontaneidad, inocencia y ternura, en mí no eliminó ese halo de magia. Lo llevé, tal como lo recibí, a los Reyes de mis hijos. Y así pude revivir a través de ellos, esos momentos tan concretos.
Me confieso nada religiosa ni litúrgica, y para mí y en mi especial significado, ese día simboliza la entrega que los padres hacen a sus hijos. Entrega en forma de cosas materiales, pero entrega en ser proveedor de alimentos, de juegos, de muñecos a los que mimar como lo hacían en ti, de aprendizajes de demorar la gratificación, de mimo hacia los tuyos. Ese día me sabía observada por mis padres, atentos a mis reacciones, escuchada en mis peticiones. Ese día, como hija, se me colmaban mis reclamos y carencias.
Ahora mis hijos también son grandes y se miran en mí y ahora siento el peso del acierto, del fallo, de lo que depende de mí y de lo que no depende de mí. Desde hace pocos años confío en la magia. Ya no creo, las creencias me harían supersticiosa. Ahora confío. Aprendí a confiar, a dejarme fluir con lo que la vida me ofrece y que a su vez puedo ofrecer a mis hijos. ¿Un paquete que no llega? Llegará… ¿Un deseo que no escuché? Se atenderá… ¿Una sorpresa que no atiné? Servirá…
Despojado ese día de todo concepto comercial, tradicional o unívoco, para mí el día de Reyes es el día de la magia, del amor en marcha, de mis recuerdos como hija, de mis dones como madre. De aceptar a recibir lo que la vida me ofrece y envolverlo con cuidado para ofrecerlo a mi alrededor.
PD: Gracias comercio, gracias repartidor, pese a mi tardanza, mi ausencia, mi torpeza, gracias por contribuir a hacer posible que mi hijo viera recompensada su confianza. Cuando nada esperas, pero sí confías, se obra la magia.