Mi niña se va a convertir en persona. Y yo la estoy esperando.
Me ha enseñado muchísimas cosas, he aprendido y sigo haciéndolo día a día. Un ejemplo es esta significativa canción («Ojalá» de Beret) que escucha con sus compañeras de clase. Me entusiasma comprobar que hay valores e ideales incluso mejores que en generaciones pasadas y que el perreo no todo lo ha contagiado con su rabia.
Ella quiere encontrarse, hacerse su lugar en este mundo. Entra en una etapa preciosa, a veces dolorosa, complicada, pero verdaderamente bella. Rompe los esquemas que le hemos dado los demás y que le servían hasta ahora, por otros nuevos que ha de inventar. Es un acto valiente y para que se queden los menos posibles por el camino, los humanos disponemos del mejor recurso del que luego corremos el riesgo de no desprendernos ni a ratitos: el ego.
Su mente, sus hormonas, su cuerpo, sus creencias, su imagen, su postura, sus actitudes… es la viva imagen de la revolución.
Me provoca miedo placentero observarla. ¿Seré capaz de enfrentarme a mí misma? No, no son los hijos los que se ponen delante, somos nosotros mismos. Estamos definiendo nuestros propios límites, nuestra capacidad de amar, nuestras debilidades y nuestras insaciables necesidades. Y al tiempo que ella tiene sus batallas internas, resulta que a mí me pilla en pleno combate con mis demonios.
Estar con ella me produce ahora más ternura que cuando era bebé. Aun cuando le sale la mala contestación, su descontrol emocional, su ira inconsciente frente a mi sola figura, su circo de tres pistas, su desconcierto camuflado de pasotismo, su sensibilidad reprimida, su niña asustada y su proyecto de ese pedazo de mujer en el que se convertirá.
La estoy disfrutando como quien se emboba al lado de un pintor mientras crea en vivo su obra. Y la estoy esperando. Yo la estoy esperando con la ilusión de apreciar el resultado, sea el que sea. Porque será ella.