Esos pequeños gestos

Todavía no atino a comprender del todo por qué alguien se asombra o se espanta cuando soy amable con un desconocido. Cuando alguien me recrimina que sea «excesivamente» amable o confiada me pregunto qué le hará a esa persona recelar de primeras de otro ser humano.

Hombre, una cosa es que vaya a emprender camino con el primero que pasa, pero un trato atento, generoso… ¿Acaso por serme desconocido hasta ese momento lo hace merecedor de peores gestos y actitudes frente a otras personas?

Quizá es porque en más de un ocasión necesité la mano solidaria de quien yo nunca antes le había sido presentada. De niña, de joven, de mujer, de paciente, de culpable en un accidente de tráfico, de colona en una fila en orden, de peticionaria de servicios, de olvidadiza, de torpona… He estado en varias posturas y siempre encontré a alguien dispuesto a dejar por un momento sus estrictos intereses para atender los míos.

Si quieres rodearte de buena gente y buenas acciones es de cajón que has de influir positivamente en tu entorno para que esto suceda. No caerá en balde esa acción, a otro venidero le aprovechará seguro.

El otro día me pasó algo muy corriente, pero se desarrolló de manera diferente. Iba yo conduciendo. Lo cierto es que iba con mis hijos y quizá me pudiera parecer que me sentía obligada a dar ejemplo, pero lo hice más por mí y por aquella persona con la que me crucé.

Ya se sabe que los conductores de coches grandes como el mío, frecuentemente invadimos el carril en paralelo por el que discurre una inocente motocicleta, pero créanme si aseguro que no lo hacemos adrede con la intención de complicarnos la vida emocional, física, jurídica y económica. Pues hasta el momento, que yo sepa, ni siquiera nos compensan estas alevosas acciones con la obtención de bonus o ventajas que sí ofrecen algunos videojuegos.

El caso es que me cambié al carril derecho y escuché un ligero claxon por encima de la música que estaba escuchando. Miro por el espejo retrovisor y veo a un tipo subido a una moto fantasma para mí. Me dio un vuelco el corazón pensando lo que podía haber pasado cuando el caballero levanta su brazo derecho bien templado para mostrarme sin lugar a dudas que su dedo medio estaba desprovisto de anillos o laca de uñas…

Me disculpé con la mano, pero el cabreo y el susto del hombre todavía le duraba en sus expresiones. El azar quiso que se pusiera un cercano semáforo en rojo. Después de lo que profirió, no se atrevía a ponerse a mi altura, así que bajé la ventanilla de mi coche y sacando medio cuerpo le grité que lo sentía mucho, que no lo había visto, que si se encontraba bien y si podía hacer algo para no volver a atropellarlo, mientras juntaba las manos en señal de súplica.

Fue inmediato, desde su casco pude percibir su media sonrisa y esa misma mano le sirvió entonces para indicarme que no pasaba nada, que ya estaba olvidado. Su crispación cesó y mi remordimiento por mi despiste también.

Mis hijos que observaban la escena enseguida exclamaron: ¡Mamá, pero si te estaba sacando el dedo palabrota! Y yo les dije que la causante de parte de su reacción había sido yo y que no podía dejarnos a él y a mí así, que algo tenía que hacer para repararlo. En el siguiente semáforo nos volvimos a encontrar y nuestra hostilidad y sumisión se transformaron con nuestros gestos hasta vernos de nuevo como iguales.

No siempre funcionará, ni transcurrirá de la misma forma, pero no dejaré de comportarme como creo que he de hacerlo porque enfrente esté alguien desconocido. Mañana podrías ser tú.

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