Me encantan las historias de amor redondas que terminan bien. Siempre me ha gustado la ciencia ficción. Sobre todo cuando la peli, la canción o la novela termina donde en verdad comienza todo.
Es tan reconfortante ver lo que no es pero que nos gustaría que fuera… A mí me tienen enganchadas esas tramas donde al tío lo parieron a la carta para hacer a una mujer la más feliz del mundo mundial. Lo malo es que te creas que eso es así y encima ves como le hace feliz a otra. Lo bueno es que toques tierra y sepas que eso no es verdad y que con lo que te tropezaste bien se puede seguir tirando… hasta que aparezca el tío ése del guión perfecto 😉
Y que conste que no lo digo por llevar la contraria, pero que si viene a por mí ese perfecto hombre para tener esa perfecta relación, me apunto a un programa de testigos protegidos o algo así para que no me pille… ¿Tú sabes que presión tener que prepararme para semejante papelón? ¿y además permanecer a la altura de eso?
Con lo que me gustan a mí los hombres de carne y estupidez; de defectos y hueso. Me gustan esas relaciones que te exasperan, te trastocan, te remueven y te hacen la vida maravillosamente complicada. Tanto, tanto… que te mantienen activa y viva. Ojo, que no digo sufriendo y con magulladuras emocionales, no. Me refiero a eso de mantener una relación de amor real, de esas normales que son imperfectas.
Ya sé que nos enseñaban desde niñas que había hombres encantadores. Sí, esos encantadores que tocaban su flautita de Hamelín y de pensar que te sacaban de las cloacas, que en verdad era tu hábitat natural, te llevaban a un precioso sitio tranquilo: la muerte sentimental más absoluta. De esos encantadores nos salve la Bruja más perversa, por favor.
Tampoco es por estar a la moda de lo que se lleva decir ahora acerca de los príncipes, pero a mí todos esos panolis de mallas apretadas, promesas deslumbrantes y mandíbulas cuadradas me dejaban indiferente. Yo fui niña que soñaba con un fornido bombero que pudiera manipular a mi antojo, un médico distante y tiquismiquis de generoso y ardiente corazón o un malote de mil travesuras que acababa en alguna hazaña heroica. Me gustaban los incompletos, los que si los conoces los sabes de este mundo.
Quizá sea por eso que el cine norteamericano con sus estupendas y bonitas historias de amor me dejan igual sensación que las de batallitas espaciales, lugares atemporales con nombres pomposos o personajes con habilidades prodigiosas que sólo las usan para manejarse con violencia. Necesitamos esas fantasías para recrear la realidad, pero no dejan de ser historias endulzadas para que te tragues con mayor gusto lo que tienes a tu alrededor.
Con lo que me suelo quedar es con esas historias corrientes, de hombres y mujeres corrientes que hacen instantes inolvidables. A veces en el banco solitario de un plácido parque a la luz de la luna parisina y otras a la salida de una estación de metro donde un hombre corriente espera recibir su beso diario de una mujer corriente. Ellos igual no se percatan, pero para mí que los veo casi todas las mañanas representan el amor, imperfecto amor.
Ella a veces se encuentra con él y le recrimina algo malhumorada y salen pitando cada uno para su trabajo. Otras él la mira con sonrisa de bobo hasta que ella termina de subir las escaleras, se detienen en sus ojos, se besan con ternura y caminan juntos conversando. La última vez él se marchó cabizbajo con las manos en los bolsillos y ella con la barbilla alta y el bolso apretado. Los ves y no tienes dudas de que por allí rondó ese imperfecto llamado amor.
No vienen de dormir juntos, por edad tampoco tienen larga marcha por delante, físicamente no destacan del gris de la ciudad, el sitio para encontrarse tiene restos de ciudad pisada, la hora es la de peor humor declarada en todos los cafés de la contornada… pero se respira restos de amor imperfecto.
Igual él es un imbécil y un irresponsable y ella una egoísta y una quejica. Igual son como tus vecinos. Igual se parecen a nosotros mismos. Pero es que los imbéciles, irresponsables, egoístas y quejicas también aman y construyen historias de amor. Y que si no son así, entonces les sale otra cosa: el vago, el tirano, la vengativa, la orgullosa.
Resultaría tan fácil amar a un guapetón, divertido, inteligente, dispuesto, ciego y sordo enamorado hombre… Más que amor a eso lo llamaría yo terapia «de cajón». Dos recetas de esas y el mundo se acabaría por inexistencia de stock. ¿Qué hacemos con el gran y extenso resto?
Cuando en verdad hay amor es cuando amas hasta las imperfecciones. Hasta que no llega eso, te puedes engatusar mil veces de mil personas, que hasta que no tienes la mala pata de amar a alguien con defectos incluidos, sigues viviendo en modo ciencia ficción. Un bonito modo de vivir, a día de hoy se ha impuesto a la par que los smartphones, hasta con su obsolescencia incluida.
Quizá de ahí venga tanta ansia y posterior desencanto estrenando personas y relaciones. Resulta de lo más comprensible si quien no se conoce, no se acepta con defectos e intenta vivir según planes ajenos y no propias improvisaciones, vaya tras desconocidos a los que les niega la imperfección y compara lo que acontece a lo que un día construyó en su pueril mente.
Y dicho esto, tomo al Arte por testigo de que soy de historias de finales felices. De felices imperfecciones y de finales de escenas, que no de finales de película, porque ésta siempre continúa…