Allí me la encontré. Siempre estaba allí. No se movía más que hacia delante. Y no, moverse hacia delante no es avanzar. Las olas lo hacen constantemente y el mar se contiene en el mismo lugar, se machaca en su inalterable permanencia.
Le quería decir a la chica que gritaba contra el viento a la orilla de la playa que no se esforzara en balde, que dejara tan inútil desesperado cántico. Quedó en sorda intención mientras la contemplaba de espaldas.
Ella se dirigía hacia todas las crestas de la espuma en lejanía horizontalidad. Clamaba furiosas expresiones de auténtica rabia. Ella pensaba que estaba volcando toda su furia sobre algo con forma. Mas, todo se escuchaba como lamentos de una honda impotencia.
¡Qué estúpida! Una especie de vergüenza ajena me invadía cada vez que la observaba.
Tan solo un atardecer sobrellegado bastó para acallarme y dejar que me fijara con relajo en qué decían sus palabras. Eran tan tiernas… tan cándidas… tan inservibles a quien las dirigía… La ira se había bañado en lágrimas de tristeza y las gaviotas nos espiaban desde lo alto.
En confabulación con aquella penumbra me fui metiendo en su teatro. Yo no me hubiera atrevido a enfrentarme al mismísimo abismo negro y pedirle explicaciones como ella hacía, desafiante con su presencia, pequeña frente a la inmensidad solitaria del mar. Este le respondía con la mayor de las indiferencias como solo los inanimados saben hacer.
¡Qué equivocada! Y una compasión súbita me pellizcó dentro cuando me detuve frente a ella.
Apenas me vio, me reconoció como la quieta espectadora. De su garganta ya no salía sonido, su cara estaba relajada después de tanta tensión y sus manos se adelantaron a mi deseo de estrecharla. Qué fuerte tacto… qué familiar aroma… qué delicada herida… qué silenciosa conversación…
Allí, con ella, estaba aguardando nuestra plenitud.