Reconozco que mi personajillo (también llamado ego, máscara, etc.) tenía estas formas de conducirse no hace mucho, pero en esta situación límite para mí, se desbocó y pasaba de la risa al llanto en función de la caída de una hoja. El divorcio acrecentó una amalgama de estados de ánimo que yo llamaba el tsunami. Me llegaban de pronto y pasaban mi barrera racional sin mi permiso. Déjalo fluir, me decía entre dientes cuando mi férreo juez interior me machacaba: Una coach sufriendo… Y podía notar su ceja escudriñando dónde podía colarse para minarme más mi autoestima.
Cuando te dedicas a cosas mundanas y humanas a veces te olvidas que puedes caer en todo eso que has estado trabajando y que precisamente estas circunstancias son las que te ponen a prueba. Pero no me lo permitía… Me sentía un fraude, una inútil, torpe y mediocre profesional. ¿Cómo iban a confiar en mí mis alumnos y clientes cuando yo estaba hundida? Siempre me ha gustado predicar con el ejemplo y en esos momentos creía erróneamente que si levitaba por encima del agua, implicaba que había integrado todo.
Recuerdo una charla que impartí un día o dos después de esa conversación difícil donde tomamos esa decisión… No me van a salir las palabras, pensé. Tenía tal nudo en la garganta que me podía tocar y notarlo físicamente. Los ojos y sus alrededores escocidos y un vacío vertiginoso en el centro del estómago que amenazaba con dejarme sin respiración ni equilibrio. Me había comprometido y cuando doy mi palabra, le sigue el resto de mi cuerpo. Así que allí me presenté con una sincera sonrisa dispuesta a darlo todo. Esas personas habían reservado su tiempo y sus recursos y se merecían que yo les diera lo mejor que en ese momento pudiera darles. Con ganas, con dedicación y entrega, y no una mala versión arrastrada por mi egoísmo al trasladarles mis dramas personales.
Entre los asistentes se encontraba un amigo mío que se quedó perplejo de que no se me notara nada. Y es cierto, me di cuenta de que cuando me centraba en otras cosas, la fachada quedaba intacta. Pedazo de estrategia que encontré y de la que sigo tirando para dejar a un lado mi victimismo y ser eficiente para los demás cuando lo preciso y luego en la intimidad y momento adecuado, atenderme. Parecerá una tontería pero cuando me venían pensamientos de desvalía rescataba estos pequeños aciertos y me reconciliaba conmigo misma: Bueno Laura, como cualquier persona tienes derecho a hundirte, y salir, y volver a hundirte, y volver a salir y si lo entrenas, llegará un momento que dominarás el arte de salir a la superficie. Déjale a los dioses que sean ellos los que leviten…
Supongo que antes habría también combatido con monstruos de barro, aunque no los tengo en mente con tanta fuerza. Aquellos primeros meses me sirvieron de referente para enfrentarme a otros posteriores. Me admira esa fuerza extraña que habitaba en mí y que despejaba problemas en segundos. Era como una especie de espíritu que se me hubiera metido dentro y que me hundía en la miseria, pero también me sacaba a ratos a tocar el cielo.
Recuerdo una anécdota… Bueno, voy a cambiar el nombre porque no lo viví como anécdota y quien ha ido a IKEA a amueblar casi todo un piso y se ha tirado toda una mañana encargando la lista y llenando carros para llegar a la caja y que su tarjeta se haya bloqueado y ni siquiera tenga para dar de comer a sus dos hijos, que cansados le miran sorprendidos mientras su madre se sienta en un cajón a llorar de rabia e impotencia, lo sabe. Me duró poco, porque sus manos me tocaron el hombro para consolarme y atusándome la falda, nos dirigimos todos dignos a contar las monedas que nos quedaban para ver a cuantas de esas famosas albondiguillas llegábamos. Y sin embargo, el día que se me rompió el coche de camino a una cena de Navidad con ellos dentro, me dio por reír a carcajadas mientras llamaba a la grúa y pedía que me dejaran un coche, porque yo iba a ir a esa cena para quitarnos el mal trago, sí o sí, tal como hicimos y mis hijos disfrutaron.
Se acabaron esos días de tsunami, de incapacidad para conducir mis emociones. Ahora me llamo la insensible, pero no es cierto. Sigo muy sensible, mucho, las cosas me influyen, soy permeable a mi entorno, si bien no me afectan a su libre albedrío. La máquina la llevo yo. Me tomo descansos, delego cuando no debiera, pero vuelvo a tomar con fuerza e ilusión el timón de mi vida. Doy gracias todos los días porque me encontré con esas tormentas y sé que podré con las que vendrán. Aunque me ahogue, aunque me hunda, encontraré mi camino para salir a flote y esas lágrimas y risas fueron y serán el fiel reflejo de este testimonio. Un divorcio no es drama, es una gran lección de vida.