Si hay algo que caracteriza y admiro en mi familia y por ambas ramas, es la valentía. Pero un tipo de valentía concreto, un poco hidalgo, ligado con el honor y con la mente, y no con el peligro ni el cuerpo.
Escuchaba con orgullo como mi abuelo paterno en época de dictadura se negó en plena calle a seguir las consignas que le marcaban, ante la mirada de los suyos temerosos. Me quedaba embobada en el relato de una chica muy joven, madre y esposa que en plena guerra civil se encaró con su sola palabra y mirada frente a varios hombres desalojándolos de su ocupada casa de campo para defender el estómago de los suyos.
Incontables veces observé como mi padre anteponía sus valores y convicciones a convencionalismos borreguiles. Así como aplaudía en silencio cuando mi madre mantenía sus intereses ante quien se pusiera por delante.
La mayor de las valentías la encuentro en el desafío a la autoridad cuando esta no es aceptada por uno. La defensa de lo propio, no de la propiedad; la defensa de uno, no del egoísmo; es sin duda cosa de valientes.
No suelo mantener el tipo cuando se trata de riesgos ante el mar bravo. Las caídas en altura las dejo para las gotas de lluvia. Huyo de bichos picosos y animales de incierta conducta. Dejo las gamberradas y pruebas de pócimas mágicas para machotes y hembrotas. No me interesa en absoluto pasar a la historia con esos antecedentes.
Considero que no todo hay que probarlo, ni acercarse, ni verlo, ni hacerlo. Supongo que me perderé muchas cosas en esta vida, incluido un viaje en jet privado, o una mansión con un séquito de macizos entregados a la única y exclusiva tarea de agradarme. ¿Y?
Mientras pueda hablar desde mis ideas. Decir hasta aquí he llegado. Esto no lo quiero. Este es mi deseo y voy a hacerlo. Me molesta. Me encanta. Esta es mi decisión. No lo sé. Lo intento. Adiós. Bienvenido… Mientras todo esto pueda decirlo y actuar en consecuencia, correré riesgos.
Sabré que estoy haciendo cosas de valientes cuando asuma perder tu amistad por ser honesta conmigo y contigo. Declarar que te amo sin averiguar antes tras muchos rodeos que voy a ser correspondida. Ponerte límites pese a que ello nos aleje. Atreverme a mostrarme, a desagradar, a no ser aceptada, a infundir respeto, a mantener mi postura, a manifestar mis opiniones, a reconocer mis errores, a distinguir mis sentimientos.
Eso sí, no me llames para hazañas contra el clima y la intemperie, no me arrastres a ver imposiciones de medallas por hacer lo que todo el mundo espera que se haga, ni aclamar a mercenarios disfrazados de convencidos. Estoy vacunada contra bravatas, a la par que exhibicionistas de casualidades y sepultureros de coherencia.
A veces el coste de la valentía puede ser quedarte apartado de tu entorno, incluso del más cercano. El coste de la cobardía es quedarte traicionándote. Es quedarte con quien te acepta si, te ama siempre que, o te valora por. Entiendo que el dolor de la no pertenencia o del camino del desapego sea tan insoportable que se decida no vivir conforme uno mismo y dejarse llevar, cual niños chicos conducidos hacia metas ajenas.
Admiro un gesto heroico, tan inadvertido como trascendental, acerca del amor hacia uno mismo y la bondad para con los demás. Para ello y solo con el exclusivo fin de ello, nos forjamos a fuego el coraje. No sirve a otro amo. Y cuando me descubro en alguna circunstancia así, pese a que me cause dolor o lo infrinja, me siento apoyada por mis ancestros, arropada por mi clan, y encuentro, tarde o temprano, la manera de reconciliarme.
Serán naderías, pero para mí en eso consiste la grandeza, en hacer cosas de valientes.