Estaba en cartelera: La Bella y la Bestia. Enero del noventa y tres. Eran personajes de cuento, eran dibujos animados, eran irreales. Yo venía de unas Navidades donde estaban mezclados elementos de pesadilla, personas de dudosa alma y crudas realidades. Venía con un corazón roto, con unas ilusiones pisoteadas, pero eso sí, con la esperanza no perdida de que me volviera a doler la cara de reír y no de tanto llorar. Yo siempre voy al cine con la intención de que la historia de los demás me rellene un cachito de la mía. Y así suele ser.
Como el vestido de Bella, por dentro me sentía amarilla, dorada y soleada. Amarillo es mi color. Siempre ha sido mi color de juegos, de cepillos de dientes, de carpetas, de elecciones y deseos. Me gusta el sol y todo lo que se le parece. El amarillo es el color sobre el que mejor se escribe, es el que da energía y atisbo de nuevo día. Y ese día había quedado con el futuro.
En aquel entonces mi interior se ponía a bullir sin encontrar válvulas definidas para bajar la presión. Así que mis nervios salían por los poros de mis agitadas manos. Él la sujetó hasta que mi sudor empapaba en demasía nuestra tierna caricia. Me miró de soslayo y comentó bajito: me da igual. Yo sabía que no, pero su gesto remendaba jirones del corazón, volviendo a convertir en ensoñadoras mis ilusiones y noté como mi vestido amarillo se levantó y se puso a danzar dando vueltas en esa sala de cine.
Éramos bellos, ambos éramos bellos y nuestras bestias hallaron su salvación.
Ayer volví al cine a ver esa película. La historia cruzó el charco, para lo que se requiere determinación, impulso y coraje. Ahora tiene personajes de carne y hueso. Ahora me fijo en los mensajes de intolerancia, de egoísmos, de malos entendidos amores, de necesidades universales, de belleza en estado puro. Ahora me gustan más las imágenes de relleno que las puestas para el forzado recuerdo. Ahora sigo dando vueltas en mis pistas de baile y mi vestido… mi vestido sigue siendo amarillo.