Y entre el odio, lo opuesto al amor, nace un ser humano. Se abaten, se matan, se masacran, se hieren con sangre… y nace un ser humano.
¿Qué hago yo aquí? Sola. Mi hijo quiere venir a este mundo. Lo siento ya. ¡Espera, cariño, espera! Mi primogénito no está, mi hombre se fue corriendo a buscar ayuda. ¡Su ayuda es lo que necesito!
Afuera suena el miedo, aquí… aquí nace un ser humano.
La vida se abre paso y no puedo detener su ansia. Agarro la sábana que me viene a las manos, aprieto los puños… Inútilmente retengo a la carne que quiere salir a ver la luz.
Nos miramos por primera vez y todo cesa…
Huele a sangre, pero no hay muerte. Suena fuerte, pero no molesta. Duele, pero te endulza el cuerpo. Llega la ayuda inútil y varios a los pies de mi cama contemplan a mi amor. Por un momento olvidamos el tiempo y al cruel.
No hay que unir trozos, está todo entero. No precisa más, es perfecto. La vida en pie de muerte se ha hecho perfecta.
Fue luego, fue después cuándo llegó esa postguerra. Debió de ser aun cuando en plena destrucción siguió latiendo su corazón. Eso es lo que sucede cuando hay guerra, todo pasa, todo vuelve, todo se va y algo permanece. Lo que fue y vino no es más que consecuencia de lo que hubo.
Así es la vida, de una explosión se llega al ruido, al movimiento y a la calma.
La postguerra no le mató, tan sólo aniquiló esperanzas, sesgó oportunidades y pisoteó dignidades a su alrededor. En un hambre constante, en él siguió latiendo su camino. Hambre de libertad, de justicia y de saber. De la guerra nacieron seres humanos que pasaron hambre.
Hijos de la guerra, posthambrientos de la vida.