Cuando un corazón se seca

Así como nuestra piel se deshidrata, nuestros ligamentos se agarrotan y nuestros músculos pierden flexibilidad, conforme el tiempo pasa, algunos corazones se endurecen y secan las ramas de su cuerpo. La mirada se enfría, sus pies insensibles pisotean y sus manos se tornan garras incapaces ya de retener los delicados granos de la arena, o lo que es lo mismo, esos pequeños momentos, esos roces delicados de los que se compone la vida. Ya sus manos no recogen material para construir futuros castillos, esos huesudos y descarnados dedos tan sólo pasan cual rastrillos de hierro por encima de la arena y por mucho que quieran acariciarla, transitan en balde por ella.

Entonces renuncian a ese tacto y se refugian en piedras rugosas, cantos rodados, ya con formas, ya predestinados y las portan como pesadas cargas. Se acostumbran a la sequedad y, o bien añoran, o bien se ensañan contra lo que perdieron. El proceso es lento, el tiempo trabaja a su propia medida y un día, sin darse cuenta, ya no pueden hacer un movimiento, ya no retienen el grano. Todo se ajusta, todo se complementa, todo se seca, se endurece y arruga.

Se perderá el brillo, se perderá el color, el tacto sedoso, mas perder la capacidad de retener la arena supone dejar de sentir que en la vida todo fluye, que cada grano importa, que no es lo mismo rastrillar la superficie, que llenar las palmas, apretar, modelar, dejar, deslizar, contener, volver a atrapar, soltar…

Ciertamente un corazón endurecido es un motor ineficiente, termina destruyendo aquello que podría recuperarlo, pues cuanto más duro, menos esponjosas son sus manos y más duro se vuelve, tan sólo… Tan sólo una vuelta a lo que era… ¿quién podría recordárselo? Eso es lo que me preguntaba cuando la respuesta la encontré delante. En un parque del centro de la ciudad un viejo se quejaba de lo brutos que eran los niños jugando cuando se le acercaban, ¡a él! a él que estaba tranquilo sentado en el banco de enfrente de la zona de juegos. Todos los demás bancos del parque que se distanciaban del área infantil estaban vacíos, y él estaba allí tan tranquilo, compartiendo un extremo de un banco abigarrado de padres parlanchines de cuyos brazos colgaban juguetes o meriendas que los niños iban y cogían a su libre albedrío.

El paseo está lleno de árboles con sombra, paseantes de perros y adolescentes despertando al amor y cada grupo buscaba su hueco. Los que pelaban la pava se ponen lejos y aunque se sienten uno casi encima del otro apenas ocupando 60 cm, nadie osa posarse a su vera. Los amos de canes, se quedan de pie o se sitúan cerca de un banco del que se saben no moradores por mucho rato, así que meramente están los criadores de niños, las personas más allá de la edad de jubilación y a las que nos entra una urgencia de anotar algo.

Y no falla, allí donde un balón sale despedido, hay un gruñón o gruñona para recibirlo. ¿Que no se daba cuenta del peligro que corría? Perfectamente. ¿Que no había otro sitio donde sentarse? A montones. ¿Que quería estar tranquilo? Para nada, era obvio que su situación era buscada, que su interrupción en su quietud era esperada y que si los niños no llegan a molestarle no habría tenido una buena tarde. Y no pude evitarlo, me empecé a sonreír mirándolo descaradamente hasta que al final me aparta la vista con cara de fingida resignación, y sigue esperando hasta la siguiente molestia.

Claramente este señor estaba intentando en vano no seguir arañando la arena y esos ratos le daban la ilusión de coger un trocito de playa entre sus dedos. Intentaba como observador no seguir secándose, no endurecerse sentándose en la orilla, pero para hidratarse no basta mirar el agua, hay que beberla y mojarse…