Tu necesaria bofetada

Hablando con una amiga de buenas cosas, de fantásticas cosas, de suertudas cosas que te pueden pasar en la vida… y va y sale la bofetada. ¡Ah! y no hablo de la física de la que nunca fui partidaria ni como parte activa ni como parte pasiva. Esas nunca me han hecho mejorar. Bueno… ahora que lo pienso… igual… alguna que me llevé y me sirvió para aprender a contener esa rabia e impotencia y aguantar estoicamente las ganas de devolver la mano por mano… Pero nunca fue válida para el fin emitido, luego, herramienta descartada.

Pero en serio, nos hacían chiribitas los ojos recordando las bofetadas de nuestra vida. Dicen que normalmente vamos poco a poco, que se trata más de un proceso de cambio que de un «click», bofetada, experiencia religiosa o visión. Pues a mi me entran unas bofetadas… Y sí, igual días anteriores había ya señales que lo anunciaban, mas como soy de natura despistadilla se ve que me paso todos los semáforos hasta que me encuentro en pleno cruce con atasco incluido y todos los conductores bociferando a mi alrededor.

#Soydelasque espabilo por bofetadas. Las ajenas son las mejores para forjarte hondas relaciones. Normalmente quien nos da una no se nos olvida y, o bien lo agradecemos, o bien en nuestro fuero interno la llevamos en secreto como tesoro de incalculable valor. Y hay quien paga para que se las den, por ejemplo contratando un coach, pero como el tema daría para tres post, lo dejo. Mas… ¡ah! nada comparable con ese don de darte de bruces tú solo con la situación para caer sin barandilla ni colchón que amortigüe.

Casi siempre recuerdo esas situaciones en estados de quietud, que son pocos, igual por eso avanzo a pasitos y trompicones y si me parara más, tendría mayores oportunidades para espabilar. Me suelen venir como un pensamiento que sin llamar a la puerta entra bruscamente, levanta los papeles de la mesa, te vuelve del revés y no puedes ignorarlo, tienes que dejarlo todo para mirarle a la cara. Llego a sentir un fuerte peso en el estómago y como un resorte de angustia vital me hace levantarme de donde estoy y con semblante de robot, me pongo en marcha ¡ya! En esos momento no me vale el «mañana lo veo», «veré cómo». No, tomo una decisión drástica, le pese a quien le pese, y a mí la primera.

Una de las bofetadas que más me impactó fue hace aproximadamente 7 años. Estaba viviendo una situación laboral complicada y como las bolas que tiras al aire para recogerlas y volverlas a lanzar, si una va mal, trastoca el juego malabar. No recuerdo la fecha exacta, el día sería como otro de tantos. Me encontraba por la tarde sentada en el banco de un parque vigilando a mis hijos, que por entonces eran muy pequeños. Ya digo, sentada en ese banco, no me vi desde arriba ni de frente, estaba en primera persona.

De pronto me percaté que esa que estaba sentada era yo, pero no era yo. Esa mujer se había teñido el pelo de castaño oscuro, color que me costaba mantener porque yo soy rubia y se me aclaraba cada dos semanas. Llevaba ropa de dos y a veces tres tallas más de la que había sido la suya. Su carne había ido invadiéndola y ella la había tapado bajo hechuras que ocultaban aún más a la mujer inicial. Bajé la vista y en mis manos sostenía un atillo de papel albal con restos de jamón york y a mi lado alguien me contaba con detalle las deposiciones diarias que su bebé retoño hacía.

No sé, me invadió de pronto esa angustia que he citado y esa sensación de estar absolutamente fuera de sitio y de punto, que para cuando ya estaba erguida, mi plan para eliminar a esa intrusa y retornar a mí, se había diseñado. Me despedí rápida con una sonrisa pero sin mediar palabra, recogí a los críos y abandoné el lugar. Con ello no quiero decir que dejara sin esa rica merienda a mis hijos, que jamás acudiera a lugares lúdico-infantiles ni que no volviera a entablar conversación con mujeres poseídas y obsesionadas por su reciente maternidad. Lo que sí aseguro es que ésa no regresó, regresó Laura.

No hará falta que diga que dejé ese trabajo, que me puse a régimen para recuperar mi figura, que me compré ropa para adornarme y no para ocultarme, que me hice mechas californianas en la peluquería para que el sol volviera a mi pelo y que intenté elevar la temática de mis conversaciones para enriquecerme como persona o como simple usuaria de espacios públicos verdes. Más todo lo que ello conllevaba…

Tengo suerte en eso, tal como nos contábamos mi amiga y yo, porque la mayoría de veces no necesito de nadie para que me dé las bofetadas, me vienen solas. Son más impactantes, porque no pasan por el filtro inicial al recibirlo de otro como pueda ser el rechazo, el enfado, el escepticismo o la ceguera. Éstas te vienen y sabes con certeza que no estás haciendo bien las cosas y que así no vas a donde querías ir. Puede que no haga nada con ello, también me ha pasado, pero cuesta mucho más escaparse. ¿Qué haces si no con el escozor? Cada vez que te miras en el espejo te ves la marca, no más maquillaje.

¿Mi última bofetada? Fue más un mix: tú empezaste, ya terminé yo…

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