Créeme que no es la ausencia de miedo. Está presente y mucho. Lo noto en cada palabra que te pronuncio, se abren abismos de vértigo y desasosiego. Trago bocanadas de coraje tan solo para permitirme tener en este instante un corazón. Un segundo; uno tras otro y cuando la punzada duele demasiado, escojo las verdades que me hacen parecer una loca valiente. Y permanezco…
Nada de lo que quiero se mantendría a mi lado si no me sujetaran con fuerza mis piernas. Ellas me conocen bien. En cuanto me ven languidecer, se suben sobre unos tacones sólidos, altos y ruidosos. Piso fuerte, me recupero de mí, pequeña, y sigo adelante.
No pienses que lo que me ves está en calma, seguro e indiferente. Existen llamas en mis pupilas que se pierden en la rojez de mis labios. Aunque tímidas desde que te encontraron, divagan por los resquicios que me dejas…
Solo mis impotencias conversan realidades conmigo. Si no fuera porque me das demasiada hambre no entregaría esta mi alma al destino.
Existe un tránsito necesario entre un uno y un otro. Apartarse del sendero aparece como la mejor manera de simple existir, así, sin estridencias, sin pasiones de cero a mil, sin colmos. Mas no me gusto, ni me gustas, ni me gusta el mundo así.
Ya me decidí nada más intuirlo y no lo voy a cambiar. Es esa determinación que se sentó un día a mi lado en el escalón infantil de las oportunidades pasadas, la que me aprieta fuerte la mano en cuanto me presiente temblar.
Porque yo era chiquita, suavecita. Y allí lloraba y lloraba. Quería escaparme de lo que me rodeaba. No lo sentía amable. ¿Y qué iba a hacer yo? Una insignificante para el resto, una importantísima para mí.
Y me pasaba el tiempo mirando. Recuerdo escenas de otros. Celebraciones de gentes. Juegos comunes de reglas que descifraba a medida que avanzaba la tarde. ¿Ya era hora de irse? Entonces los encuadres cambiaban, y era a través de una ventana, de una esquina de un patio, de un balcón de casa.
Y de tanto, me fijaba en el que hacía sin esperar más. En el que tomaba lo que merecía. En el que hablaba lo que sentía. En el que amaba y menos se temía. En el que allí moría y renacía.
Y en ese peldaño a pie de una escalera, lo descubrí. El poder habita en mí. Me levanté, atusé mi falda, recompuse mi mechón rebelde y mi barbilla apuntó a donde forcé a mis pasos a ir. Si no fuera porque aquel momento aprendí que todo lo que está en mí lo puedo conseguir, no existirías en este mi aquí.
Y aún así… se me pierde la voz. Se me empaña la mirada. Se me retrae el gesto. Se me encoge el alma… Y me recuerdo, me fuerzo a recordar: confía, Laura, confía. Pase lo que pase, lo entiendas o no lo sepas, confía. O habrá sido bello o será eterno. Confía, Laura, confía.
Y es cierto, desde que salí de casa siempre el camino me ha parecido mejor y más colorido. Ni como esperaba ni con quien ni hasta cuando. Y pese a que la incertidumbre angustia, es la que me salvará. No seré más el consabido bolsillo para la mano.
Desaparecen las expectativas de dudas y mi sol vuelve a brillar. ¿Y qué más da lo que tenga que pasar? Entre mis manos manejo mi mundo. En mi piel dibujo mis cicatrices. Mi sonrisa se activa con cada botón. Y tú… Confía.
Si no fuera porque ya lo decidí, aún creería que tengo un lugar diferente a mí adonde huir.