Semana 6 – La banda sonora de la historia

La música y yo llevamos una relación de amor-odio como ninguna que haya experimentado. No puedo vivir sin ella… Alimenta esa parte emocional con la que me cuesta conectar, porque a mí me cuesta conectar conmigo misma. Soy, o creo ser, de esas personas que piensa más que siente. Eso no significa que no perciba mis emociones y las de los demás, sino que las «pienso» más que «vivirlas», o sea, las paso por mi filtro mental más que por mis vísceras. Tal como las percibo las mastico, analizo y categorizo, no las trago sin más dejando sentir sus efectos en mí.

Mas, la música… ¡ay, la música! La música tiene esa llave que me cierra la razón, me cierra las respuestas y me permite dejarme llevar. Cuando escucho, bailo o canto simplemente me recorre de pies a cabeza y soy capaz de ir por mi adentro, de imaginar sin límite, de explorar mi fondo. La música me hace vibrar en presente, me coge la cara para obligarme a mirar lo que obvié del pasado y me borda las alas con las que despego a diario rumbo a…

Comprender la música me ha costado tiempo con todo lo que la palabra tiempo encierra: sinsabores, alegrías, frustraciones, desbordamientos, orgullo, pérdidas, excitación y maldición. Sí, maldición, llegué a maldecirla, a desterrarla a lo mínimo, a lo imprescindible. Vale, no vives en mí, tan sólo convivo contigo. Y así la mantuve a raya hasta que… hasta que me puse de nuevo a escribir.

¿Quién sacaba eso afuera? El silencio, el mar, la brisa, los árboles, tu susurro… De mil formas, pero seguía siendo ella, la naturaleza en concierto. Me di cuenta entonces que no escribo con la cabeza, no escribo con las manos, no escribo con lo que veo… escribo con las vísceras. No es la vista en exclusiva, necesito del gusto, del olfato, del tacto, del oído. ¡Maldita sea, la necesito!

Y volví a meterla en mí. Pero ahora no me arrastra sin más a sus lugares, se puede decir que intento atarla un poco corto, aunque termine en mucho largo. Me aíslo con la música y mis manos, que ya no recorren las teclas de un piano que nunca supe manejar, ahora recorren el teclado de mis ordenadores o la rosa del viento de una hoja en eterna reposición. La pongo en ON en mis auriculares o en el solitario ambiente.

Pero eso a ella no le basta, no, me quiere más y me atrapa hasta que me hace dolor y dicha, y me retuerce y me aúpa eufórica. ¡La odio! no siempre me quiero conectar, no siempre me quiero sentir, ni amar, ni caer, ni levantarme, ni llorar. Supongo que cuando uno acepta que necesita de alguien ya no escapa jamás… Apego en grado máximo. Lo más aterrador fue descubrir que en realidad no es la música, de quien no escapo es de mí, así que resignada bajo la cabeza, subo las manos y la dejo recorrerme para que escoja mis estados de ánimo para escribir.

Te puedo contar esto mismo desde la alegría, la indignación, la sorpresa o… te la puedo contar desde donde estoy y para ello me valí de ella. Me controla, pero me colé por un resquicio. La música me encuentra y yo la subo o bajo de intensidad emocional según requiera la escritura. Este post tiene su propia canción y sin cambiar de sintonía salió esto.

«Take me to church» de Hozier.

En la novela que me trae cometí yo el error… Sin querer, escuchaba uno de mis grupos del momento… Y esa música me transportaba a la historia… No quiero, voy a cambiar, me gustaría que ahora… ¡Dictadora, déjame libre!… Y se impuso, se impone y yo… me vuelvo una sierva de su caprichosa manera de sacarme lo que mis personajes esperan que yo les enrede.

Porque eso hacen, ellos me miran impávidos desde sus estáticos puestos esperando que vaya a rescatarlos y cobrar vida. Cuando desesperan de su inactividad invocan a la música, pinchan su banda sonora y bailan con todos mis demonios muertos de risa por saberse dueños de mi historia.

Entre el amor-odio, entre el dolor-placer, entre el estar-ausente, entre todo y sobre todo… está ella. Leí una vez que cada escritor tiene su sustancia, su droga, su alimento, su enfermedad y medicina, su propia muerte y resurrección… Yo tengo a la música.

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