Mis muñecos

Lo he sabido de mayor porque así me lo han contado. De pequeña, cuando me veía jugar mi madre decía: quien fuera muñeco de Laura…

Por lo visto los cuidaba con mimos estrujándolos contra mi pecho, les peinaba largo y tendido, les decía cosas bonitas y los llevaba conmigo agarrados por toda la casa. La verdad es que creo que de alguna manera así he seguido, sin darme cuenta.

Me llegué a creer a veces lo que otros dieron por válido de mi protector disfraz, que era fría, inalcanzable, distante, dura y racional. Pero luego también escuché que si yo era superficial, materialista y ni idea de qué más sueños traumados me hacían actriz de sus películas, así que dejé de escuchar. O escuchaba, pero sin asumir.

Aunque ojo, me ha servido un huevo de dinosaurio (como diría una de mis amigas del alma). Ya podía yo estar literalmente despedazada por dentro que apenas dejaba salir un atisbo de malestar para luego remendarme. O a punto de rebosar de afecto y dejar quemarme dentro en mi hoguera para atenuar mi ímpetu. En un confundido mundo de negocios… En un incierto mundo de amores románticos… En un resbaladizo mundo de relaciones sociales…

Sigo amando a todos mis muñecos, a mi preferida Cholitines, a mi inocente Lesley, a mi poderosa Barbie, al humilde botones de uniforme, a la perfecta figura vestida de comunión de la tarta de mi hermana, a mi osote regalado por una antigua suegra, a mi traviesa Maggie Simpson de cumple de amigos…

Y a mis otros muñecos. A los que sí están a mi alcance físico. Me resulta imposible estar con mi hijo y no mesarle la cabellera, morderle en el cuello, darle una palmada en el culo. O cruzarme con mi espigada hija y no enlazarla por la cintura, besarle por donde alcanzo, asirla antes de que se escape. Y a mis amigos y amigas, que se han acostumbrando a mis toques. ¡Si es que lo mejor de tener un cuerpo es rozarse con los demás!

Ellos no lo sabían, pero a mí lo que más de gustaba de niña era ser achuchada sin fin, mirada a los ojos cuando hablaba y abrazada hasta doler cuando lloraba. Y créeme si te digo que lloraba mucho, hablaba por los codos y me movía como el rabo de una lagartija. Y eso es lo que hacía con mis muñecos, darles lo que yo más ansiaba.

No sé qué estúpido día alguien pensó que era mejor dejar a una persona sola con su llanto, apartada con su enfado, apabullada por discursos en su silencio o no sobrada de cercanía, ayuda o atención…

Si no lo hacen, les recomiendo encarecidamente que paseen de la mano, que le arranquen un «déjame» entre risas por sus cosquillas, que le aprieten fuerte cuando se derrumbe, que se cuelguen de sus rizos, que se le resbalen las manos entre sus muslos, que toquen la guitarra con su brazo y que no se callen un guapo, un cómo me gustas, un apasionado te quiero. Usen sus manos, labios, cabeza, pies, tacto y temperatura para incordiar a quienes amen.

Supongo que será una de las primeras bases biológicas del amor, cuidar al otro. Cuidar con el más cercano de nuestro recurso, nuestro propio cuerpo. Un cuerpo preparado para sostener, abrigar, aupar, resguardar y divertir.

Si ven a sus hijos jugar así con sus muñecos, quítenselos de las manos, háganse los leones, revuélquense cual croquetas en pleno proceso de reboce. Eso es lo que los niños y sus muñecos hacen, lo que los adultos no nos vamos a permitir.

Pero también pongan una mano en el hombro de un colega, un fino hilo de espacio compartido con un familiar y un  sentido abrazo en la despedida de un amigo. Cuántas parejas refieren que solo mantienen contacto en sus relaciones íntimas y que se ciñen a caricias sexuales, olvidando la ternura desinteresada.

Es que mi cultura, mi religión, mi carácter, mi costumbre, mis sabidos gustos, mi timidez, mi… Excusas. El amor y su cuidado no entiende de fronteras, idiomas, género o historia. Basta con encontrar la forma de jugar a los muñecos de carne y hueso.

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