Mirar sin ver

Esta es la historia de un despropósito que menos mal que un acto de cordialidad lo salvó. Se nos habla muchas veces de los fallos que cometemos en el trabajo por no prestar atención, como aquí, o consecuencia de la tediosa rutina, de un exceso de confianza, de una presunción no cuestionada… o simplemente que la mayoría de veces miramos sin ver. El caso es que luego no me extraña en las noticias la cantidad de «despistes» que se suceden: objetos quirúrgicos invisibles para equipos sanitarios a cuerpo abierto, válvulas no informantes de niveles altos de concentración de gases, velocímetros esquivos en avisos de curvas para trenes… y por supuesto mi anécdota: pasajera de avión con billete incorrecto.

Que conste que ya estaban instauradas en los aeropuertos las medidas esas que te tratan de terrorista y te despojan de tu dignidad mientras aparatos y uniformes te registran, eso sí, en nombre de tu seguridad. Yo ansío que intensifiquen aún más esas memeces y me toque pasar por el escáner al lado de Enrique Iglesias o cualquier otro que esté dispuesto a enseñar cacho con tal de mantener sus principios, pero mucho me temo que algo inventarán para que nos pese más que nos beneficie. Por seguir ahondando en esa desmedida de proporción, digo yo.

El caso es que era la T2 en Barajas, venía de una de esas muchas reuniones que se hubieran ahorrado con una fructífera conversación previa, pero en mi época de semisierva, con demasía pasaba por alto competencias ajenas e intentaba sumar experiencias. Visto lo visto, me sirvió aunque sea para escribir este post y dejar impreso una anécdota que me marcó. Era día de tráfico aéreo, pues para mas inri, estábamos en plena víspera de puente. No era muy de noche y me las veía felices en mi casa en unas dos horitas más.

Billete en mano, las pantallas pareadas señalaban en una puerta de embarque dos destinos: Alicante y Málaga con ningún intervalo de tiempo entre ambos vuelos. Como viajaba de señorita entonces (con asiento asignado y no en low cost) me quedé esperando en un banco dejando pasar a la gente para no seguir machacando mis pies con unos salones que se me antojaban rascacielos. Cuando ya tan sólo quedaban dos o tres personas me dirijo a la puerta, muestro mi billete y comienzo a caminar por el largo pasillo del finger hasta el interior de la aereonave. Me lo veo venir y me descargo antes: nooo, no existían los Smartphones, nooo, era esa época medieval donde te distraías mirando una revista o a la fauna, así que no, mi cabeza no miraba hacia abajo, iba con la vista bien alta.

Me acuerdo perfectamente hacia dónde me dirigí, hacia un único mostrador donde a la derecha ibas a un destino y a la izquierda a otro, separado por una vaya metálica a la altura de mi cintura más o menos. Leí la pantalla y escogí el lado derecho, congratulándome de mi suerte de no tener que desplazarme en bus para llegar a mi ansiada butaca. Pero para sorpresa mía, mi fila no existía en ese avión, se saltaba el número por haber una salida de emergencia.

Informada la azafata y consultada con otra compañera con mi tarjeta de embarque en sus manos, deciden que me siente en la última porque sobran dos sitios y si llegara un nuevo pasajero, improvisarían. ¿Improvisarían? Mira que me gusta, pero en estos cacharros tengo poca correa. En fin, faltando sólo 3 minutos para el despegue, no creo que me depare ninguna sorpresa más. Me suele pasar factura el madrugón, el trajín y la tensión de las reuniones, así que de normal me quedo dormida incluso antes de despegar. Yo lo achaco a una defensa que crea mi organismo para evitarme el mal trago, pero lo cierto es que no lo hice porque me dejó mosca ser la pasajera con asiento inexistente. Tanta peli de catástrofes, hace mella en mi incredulidad frente a supersticiones.

Empezaba el comandante a informarnos de la temperatura, de la ciudad destino…

—Ufff, casi llego. En un ratito en Málaga —me dice una chica con rastas intentando congraciarse conmigo por haberme levantado para sentarse ella conforme a su billete.

—¿Cómo a Málaga? Vamos a Alicante. ¡Azafata, azafata! pare el vuelo que esta chica se ha equivocado —llamo a la espingarda que me había atendido antes. Confieso que no sólo lo hice por ella, es que me gusta viajar en ventanilla y así podía volver a recuperarla.

La azafata viene rauda y enseguida y sin que precisara más explicaciones oigo como el comandante piensa dirigir la nave hacia el Sur y no hacia Levante. ¡Mmiii… maldita sea! Y yo sin muda y cepillo de dientes desde las 5 de la mañana que me había levantado. Pensé que tendría que ponerme firme en mis derechos de descarga, pero claro, la cagada era en cadena y se ve que no les apetecía complicarse el puente.

—No se preocupe, hemos llamado a su avión y lo hemos detenido en pista. Viene un coche a recogerla. Que tenga un feliz trayecto —y casi a empujones me saca de su territorio de negligencia para que me recogiera un auxiliar y me condujera hasta el vehículo que me transportaría rumbo Alicante. Casi me sentía material inflamable hasta que para matar el tiempo de espera no se le ocurre otra que entablar animada conversación.

—No sé cómo ha podido ocurrir esto ¿de verdad que no ha saltado la valla de seguridad?

Yo tampoco me explicaba cómo había pasado no uno sino tres controles, sucesos extraños de filas, asientos inexistentes y que nadie se diera cuenta. Como estaba callada hasta ese momento, quizá pensó que en vez de cansancio era sumisión y que bien podría ser una cabeza de turco propiciatoria por si el «paquete» no llegaba a destino, mas yo, sabiéndome poderosa, me miro de arriba a abajo extendiendo mis brazos en una mano el maletín de trabajo y en otra mi billete.

—¿Usted realmente me ve con pinta (traje de chaqueta entallado con tacones bien altos) y ganas (sacudiendo el papel de sus desdichas) de hacer lo que usted dice para joderme a posta el fin de semana?

Afortunadamente con nadie más crucé palabra hasta que abrí la puerta de mi casa y al desplomarme en el sofá me sentí como ese periodista que quiso escribir un artículo sobre lo fácil que era violar la seguridad de la Casa Real inglesa, la lástima es que me pilló sin ganas ni talento para explotar la situación y salir en las noticias. Tan sólo aprendí que no es  muy diferente mirar sin ver, a ver sin que nos haga falta mirar. En el primer caso no prestamos atención, en el segundo presuponemos las cosas.