Medida de la autovalía

No encontraba el metro a mano, así que no me quedó otra que acudir al muro del parque, así a ojo de buen cubero, para medir la autovalía de mi chiquillo. Yo quería que se sintiera fuerte, valioso, capaz, que confiara en sus habilidades conforme las fuera adquiriendo. Para ello empecé a primar muchas veces su autoconfianza sobre mi falsa seguridad. Y digo falsa porque la mayoría de las veces encubre nuestra cómoda tranquilidad.

Verbigracia:

—Niño, no te subas ahí que te vas a caer (muro de 40 centímetros)= «eres torpe y no vas a conseguirlo». Mi tranquilidad además se ve calmada, mi conciencia queda intacta porque le he impedido un posible daño y mi comodidad satisfecha. Sin acción no hay logro, pero tampoco hay fallo.

¿Que se puede caer? Lógico que lo haga las primeras veces, tendrá que ir calibrando poco a poco su capacidad, no que de antemano ya se lo haya fijado. ¿Y cómo se ilumina su rostro cuando lo consigue?

Yo tenía un lema cuando íbamos al parque de pequeños: si te crees mayor para bajarte del tobogán, tienes que ser mayor para subirlo. Le acompañaba y marcaba los pasos las primeras veces, pero una vez cogido el truco, me apartaba. Los retos tenían que estar ajustados a la edad y pericia del aventurero. Advertido de los peligros (calculados, obviamente), sus maneras de evitarlos y posibles consecuencias, el parque era territorio infantil para explorar.

Eso suponía también no intervenir constantemente como adulto para imponer reglas de convivencia. Era el momento idóneo para que ellos ensayaran sus pequeñas habilidades para solucionar sus problemas: respetar el turno, no abusar del tiempo, reclamar injusticias, hacer peticiones, estrechar alianzas, contener la mano llena de ira… Es decir, primero confiar en ellos, estar presentes, pero dejar espacio a que experimenten y lo hagan también con éxito.

Eso tiene su contrapartida y es que te exige estar dispuesto a lavar heridas y ver cicatrices en sus rodillas que son las mismas que con tierno orgullo seguro que ahora muestras. Además hoy día es mucho más sencillo reponer un diente definitivo, operar con estética un cosido mal hecho o recolocar una escayola puesta con prisas.

La gran ventaja que tiene es que te entrena en estar por encima del juicio ajeno. ¡Qué despreocupada! ¡Qué comodona! ¡Qué inconsciente! me decía alguna por lo bajini y por lo altini… Pero es que creo que la evolución lenta que tenemos que padecer los humanos es precisamente para ir aprendiendo por nosotros mismos y si todo nos lo hacen los padres o los demás, tiempo de aprendizaje desperdiciado.

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Además se corre el riesgo de que esa situación de sobreprotección se prolongue ad nauseam. Mi hija ya crecidita y en virtud de un viaje escolar me comentaba con asombro que a algunos amigos no les habían dejado acudir porque el trayecto era peligroso (viaje en autobús a la Cordillera Pirenaica desde la Costa Mediterránea). Y claro, ella me preguntaba alarmada si era peligroso por qué yo la había dejado ir.

—Desde que sales de casa (por no decirle que la mayoría de los accidentes infantiles se producen en casa y dejarla ya sin ningún refugio amable) tu vida corre peligro. Te puede pasar cualquier cosa, todo está lleno de peligros y de oportunidades. Pero tú también tienes y vas adquiriendo capacidad para enfrentarte y defenderte. Yo confío en que sabrás resolverlo. Y ante lo inevitable de un accidente… ¿prefieres vivir esas experiencias o estar resguardada en casita?

—Irme de viaje —me dijo sin dudarlo.

Esto me dice que lo que para unos es proteger a sus hijos, más bien es evitar que vivan para protegerse ellos. Pero estas cosas que me granjean enemigos las extiendo y argumento más en mis clases previo pago 🙂 Parece que si uno cobra está legitimado para decirlas, pero si se lo haces ver gratis, van y se molestan.

Así que dejándome atrás, año a año, remordimientos absurdos, miedos limitantes y autoseguridades castrantes, me permite ahora observar que mientras algún niño mira con  envidia y admiración como mi hijo se sube a un muro elevado, no sabe que en realidad se han subido tres: mi hijo, mi confianza en él y la autoconfianza en su destreza. Lo curioso es que esto lo ha hecho muy hábil para escalar, apenas tiene un tropiezo y no suele cometer excesivas imprudencias porque cree que ha de resolverlo solo y únicamente cuenta con sus propios recursos. Salvo, eso sí, cuando ha errado en exceso su cálculo, entonces se acuerda de que sus padres estamos ahí…

Llegado a este punto, hay un límite que no tengo claro… ¿qué separa la autovalía de la autosufiencia?

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