Madera de campeón

Una vez más mi hijo me da lecciones… Lo venía intuyendo, pero el pasado día después de una prueba deportiva lo tuve claro: gana el que quiere ganar. Parece una obviedad ¿verdad? pero no es tal. Siempre he creído que la competitividad era sana y necesaria, pero conforme me imbuía en esta sociedad de valores venidos a menos cual suflé de poca fuerza, me llegué a creer eso de «lo importante es participar». Ya, claro, para divertirse o consolarse la frase es para enmarcarla, pero para hacerte con el título se precisa otra actitud.

Y yo me pregunto: ¿cómo hemos llegado a pensar que la competitividad es mala? Sin ella el deporte no es que no avance, es que no existiría. Uno hace un sobreesfuerzo no sólo por la recompensa posterior, la hace en ese instante de lucha contra otro por el simple hecho de ganar. Es en ese momento cuando sacas fuerzas de donde no pensabas que quedaran, es en ese momento donde te dejas llevar y lo das todo sin medir las consecuencias posteriores, es en ese momento donde te concentras en una única cosa: llegar antes, llegar el primero, vencer.

Quizá en un deporte de equipo entren más condicionantes, obviamente, pero en uno individual está claro que, como las preposiciones: ante, desde, hacia, para, por, sobre, eres tú y nadie más. ¿Espíritu deportivo? ¡Por supuesto! ¿Y eso que impide ir a por todas? Para mí el espíritu deportivo debe contener la competición y veo imprescindible fomentarla. Eso sí, bajo unos principios que para cada uno son diferentes y eso también marca la diferencia entre deportistas. Y a Dios pongo por testigo que no voy a citar al que todo el mundo cita, pese a morirme de ganas, pero vaya, sirva de ejemplo.

Así que tras acudir a uno más de los encuentros deportivos colegiales de mi pequeño, me llevo la sorpresa de verlo luchar como un jabato contra sus pares con bastante mejor técnica que él. Parecía evidente que ganarían los que practican ese deporte como extraescolar y no el resto que apenas les echan tres cuartos de hora a la semana. Mas él consigue clasificarse para la final.

—Pero… pero… —nos dijimos sus incrédulos progenitores.

—Sí, sí, el niño llega porque es muy competitivo. Fíjate —me comenta el entrenador —que hay muchos que tienen una técnica fabulosa, pero no ponen ese empeño por ganar.

Contaré el final de la historia: se quedó en el mismo puesto que se clasificó, el cuarto, con una sonrisa de triunfo que no cabía en el pabellón de piscina, pero aún así no me sentí sólo satisfecha pensando que lo que contaba era participar, no, ni mucho menos. Lo realmente importante es el cómo participas, cómo lo vives y qué te aporta. He visto a mucho idiota estar contento de asistir y no sacar provecho ni del bocata que le dieron después. También los hay de baja tolerancia a la frustración y la derrota los aplasta contra el suelo cual gotas de lluvia. Y ¡ay de los soberbios! esos jamás aprenden las lecciones por la hoja correcta… Luego, lo importante no es ir y hacer bulto, lo importante es superar el reto (llámese ganar, mejorar una marca, divertirse, vivir experiencias gratas, recuperar la esperanza, etc.)

La competencia en sí estimula, precisamos del otro para medirnos, para extraer un plus. Nos habían contado que esto favorecía la comparación y nos perjudicaba pues siempre había otro que lo hacía mejor y nos hacía sufrir. Vayamos por partes: competir en desigualdad de condiciones, competir bajo presión externa o competir con un imposible, lo que es, es tontería. Sabiendo que vas a perder, que no tienes posibilidades o para agradar a otro, no vale, eso sí es lo que hace sufrir.

Y aquí en los niños entra un componente que muchas veces se nos olvida: ellos siempre buscan la aprobación de sus padres y dependiendo de nuestra respuesta frente al resultado, así les haremos sentir. En este caso, sí fomentaremos que la competición les sirva al menos como mera experiencia, pero eso no debe implicar llevar a los niños a realizar pruebas deportivas donde sabemos de antemano que no tienen ninguna posibilidad, no ya de ganar, sino de llegar con la cabeza alta. Eso sí me parece que en nada favorece la autoestima y hasta llega a minar el poco espíritu competitivo que uno pueda tener. Y en esto, siento decirlo, la educación española todavía no ha aprendido esa lección.

Lo bueno de este asunto es que, como toda actitud (la competitiva también), es entrenable y sólo desde la creencia de que tenemos una oportunidad en aquello que nos preparamos y esforzamos y que además podemos ir a ganar, es desde donde se forja la madera de un campeón. Y no sólo en el deporte…