Los consumidores malcriados

Los hemos malcriado, entre todos los hemos malcriados. Lo malo (o como diría mi hijo, el lado oscuro de la Fuerza, aquí equivalente a la vuelta de la tortilla del Mercado) es que todos, además de consumidores somos proveedores, fabricantes, prescriptores, asesores, prestadores de servicios, productores…

Si a la generación entre los años 1990 y 2015 los llamamos los niños y jóvenes  malcriados, como consumidores también lo somos. Nos hemos autoeducado en la exigencia por exigencia. «El cliente siempre tiene razón». Nooo, el cliente siempre tiene su propia razón, que no «la razón». Que puede ser capricho, incongruencia o incluso nocivo para él o para los demás.

Así que si a ese slogan generalista (siempre, siempre) lo casamos con «educa a tu cliente y vencerás», pues eso, que los hemos malcriado. Ahora como consumidores lo queremos todo y sin coste porque eso de pagar lo vemos con recelo y no digo si encima se trata de derechos de autor. Menudos jetas querer cobrar porque compongan, escriban, canten, inventen, pinten o actúen. ¿Pero qué se han creído? Ale, ale, a repartir pizzas como todo el mundo y a dar gratis su vocación, que para eso se encuadran en la categoría de «por amor al arte».

Además lo queremos personalizado, que me dediquen tiempo a descifrar qué narices en realidad quiero cuando ni yo lo sé. Créame la necesidad, por favor, que estoy muy necesitado de algo, de lo que sea. Y yo a cambio… la ley del mínimo esfuerzo. Yo lo llamo la ley del «click». Si me supone más de un click, o soltar mi ratón para teclear, no vale.

Unknown

Queremos como clientes gastones y consumistas que todo sea ventajas y beneficios para mí, pero a cambio… ni se te ocurra que te recomiende así por la cara (mira lo que hacen los bloggers, yo no lo soy, pero podría serlo, ah, podría serlo, así que encima deberías pagarme porque te consuma…) Ni se te ocurra pedirme un me gusta ¡qué de mal gusto, por favor! No, mira, mejor me tratas como lo que soy, un crío exigentón, poco agradecido y nada, nada recíproco.

¿Serte fiel? Bueno, si tú mismo me dices a veces que te escoja porque eres más barato. Mira que me proclaman (que no argumentan) ad nauseam que «No soy tonto», lo siguiente sí, pero tonto, no. ¿Cómo voy a pagar un poco más por «casi lo mismo»? Valor añadido, pues eso, coste añadido. Si esos eran tus argumentos y me decías y justificabas en llamadas sucesivas y repetitivas que dejara al de enfrente porque tus tarifas, tus regalos… ¡Varía, cambia, prueba, innova! Lo que fue ya no es, pero claro, a ti te tengo que guardar fidelidad porque tienes ¿qué? peso, reputación, marca y todas esas palabras que me suenan huecas. Si hasta al Mac Donalds le dan la categoría ISO y la Q.

¿Buscábamos el lujo? Ahora queremos low cost, tú estás por encima de las marcas, el lujo es tenerte a mí como cliente; y ni eso, queremos el no cost «porque yo lo valgo». ¿Pagar por una formación? Pero si tú mismo eres el rey del mambo organizando tus temas y sacando desinformación de internet. Hazlo  desde tu cama en pijama, tú ni te roces con los demás, ponte tus propios «deberes», marca tu propio examen y por supuesto, luego te pones «la nota». ¿Compararte? No, tú eres la pelusa de tu propio ombligo y debes ser tu única referencia.

Y así, en esta sociedad seguimos malcriando a los consumidores, los hemos hecho nosotros. Somos los consumidores del todo lo puedo conseguir y si no, te lo creas tú mismo. ¿Que no te sale igual? bueno, la casa es de papel y se me desmonta, pero es la excepción que confirma la regla de que lo podemos hacer «casi igual» y «casi sin» coste. Porque el tiempo en prepararme, pensarlo, organizarlo, gestionarlo y hacerlo no es coste, no me cuesta, no sale de una tarjeta, es… gratis, como la wifi que está en los bares, no la ves, no existe.

Pero es que además, lo quiero ya, no puedo esperar. Eso me recuerda cuando mis hijos en ese medio crecer entre bebés y niños cuando salían del cole con ganas de merendar me reclamaban ipso facto su bocadillo porque tenían tanta hambre «que no me puedo aguantar más» decían, aludiendo a otras cuestiones físicas que sí son inaplazables.

Somos los consumidores que no atendemos a cuestiones personales, no nos compadecemos, no tenemos por qué escuchar justificaciones, disculpas ni casos excepcionales. Soy el que paga y mi dinero manda. Fuera contemplación alguna aunque no haya engaño, estafa, daño material o psíquico, información oculta o mala fe, no me veo en la necesidad de agradecer, valorar, apreciar ni trabajo, ni detalle, ni enmienda, ni gesto.

Como soy un consumidor malcriado no escucho tus razones, y si mi idea difiere de la realidad, me da igual que no sea posible, yo siempre tengo la razón. ¿Ponerme en el lugar del otro? ¿Por qué? soy el consumidor. Hemos pasado de la época de la desprotección a la tiranía del consumidor.

Y digo yo… ¿esto en verdad es lo que queremos? Mira que todo consumidor será o es productor de algún bien o servicio a esta sociedad ¿y entonces? Para desequilibrios y daños, negligencias o delitos se encargan las leyes, instituciones y asociaciones, yo hablo de la cultura que subyace. Hablo del valor, no del precio.

Hablo de esas relaciones de mercado en el que uno lleva bajo el brazo algo que la otra parte quiere y ésta tiene justo lo que la otra parte necesita. Luego nos asombramos y quejamos del mundo materialista, pesetero, avaro, egoísta, deshumanizado… Pero al consumidor no lo tocamos, no lo educamos. Estoy en mi casa, despacho, oficina, campo, almacén o vehículo con un código de conducta, pero en cuanto salgo a la calle y me «convierto» en consumidor, lo cambio por su contrario. Me envisto de derechos supremos y ya… ciego y sordo voy con mi razón por delante.

Todo esto me lo tuve que decir cuando mediaba entre un consumidor y su vendedor. ¿Cómo equilibrar esa relación de poder? No queda otra que el malcriado madure y que el «culpable» deje de fustigarse o ponerse a la defensiva para empezar a responsabilizarse.

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