Llámese soledad o consciencia de existir

¿Por qué escucho a mi alrededor decir «cuánta gente sola hay» como lamento? ¿Acaso en otro tiempo fue diferente? Para mí, sin duda lo fue. En otro tiempo… en mi otro tiempo sí me sentía más que acompañada, tanto que a veces costaba encontrarme un rato donde mi voz fuera lo más audible: «Haz, no hagas, ven, vuelve, come, para, juega, duerme, escucha, estudia…» Todo un mundo de imperativos que marcaba qué debías hacer y en cuanto te detenías más de la cuenta, significaba que algo te habías dejado por el camino.

Por lo visto, cuando somos bebés no diferenciamos nuestra identidad de la identidad que formamos con nuestra madre hasta que poco a poco nos vamos desligando para tomar contacto con la idea de que somos seres independientes. Si ahora hago un esfuerzo por pensarme en aquella época infantil, tuve la suerte de sentir que siempre alguien se ocuparía de mí y coincidía con mis padres, mi hermana, mis abuelos, tíos y demás familia y amigos íntimos, es lo que yo llamo el anillo de seguridad que rodeaba mi soledad. Aún hoy, aunque sea proveedora de ese anillo, conservo parte de ese grato espejismo.

Posteriormente, en cuanto subo unos peldaños más, empiezo a barruntar la idea de que quien pasa por mi lado, está a mi lado circunstancialmente hasta descubrir, primero con horror y luego con alivio, que en realidad estamos solos. No me acuerdo del día o momento, pero sí de lo que pensé cuando me alcanzó esa gran verdad: ¡es fantástico! nunca voy a estar sola, siempre me voy a tener a mí misma.

Curioso que enseguida me llamara la atención los mensajes negativos sobre la soledad que te trasmitían y a continuación te proponían no quedarte soltero, comprarte una mascota, tener descendencia, apuntarte a tales asociaciones y hacer mil actividades donde te vieras permanentemente en compañía. Claro, quizá porque cometí algunos de los errores y aciertos mencionados, miro desde el balcón la calle de los bienaventurados que nunca están en la misma acera que uno, a sabiendas que ellos también miran hacia el lado opuesto.

No es la situación de estar solo, es la voluntad de querer o no estarlo y de cómo eso te hace sentir. La soledad buscada, deseada y disfrutada, es maravillosa, podría decirse que es el estado perfecto de armonía y paz con uno mismo. Mas la soledad impuesta, no querida, esa que te hace aumentar un vacío en el interior, es una daga cruel que mata lentamente o que te quema en un instante. Pero… ¿quién no se ha sentido solo rodeado de una multitud? ¿quién no ha estado a miles de kilómetros de distancia codo con codo al lado de alguien? Y a la inversa ¿cuán pleno nos hemos sentido con nuestros pensamientos únicamente? Tan necesaria una vivencia como la otra.

Somos seres sociales por naturaleza, ansiamos estar con nuestros congéneres cuando estamos alegres y precisamos la convivencia de los demás para compartir experiencias, para dar y recibir objetos imprescindibles para nuestra supervivencia, para cumplir mandatos como especie o por puro placer. Si bien también nos aislamos cuando la pena nos atenaza o cuando creamos ideas o cosas para contribuir a la sociedad o desarrollar nuestro mundo interior. Quizá el error esté en confundir con demasiada frecuencia los conceptos y nos regodeamos ensimismados en nuestras propias alegrías y miserias, y cuando no, andamos tapando penas utilizando almas ajenas.

Ciertamente la soledad así entendida como algo malo, pesaroso y no deseable no es un estado, no es una situación, ni siquiera una circunstancia; es la incapacidad de aceptar nuestra propia existencia. Ya sea en soledad o en compañía.