¿La infancia es la época más feliz?

Yo creo que está sobrevalorada la felicidad en la infancia, o quizá es que el concepto nos ha cambiado, porque la época en que más feliz me siento se llama AHORA.

¿Que de niña no me reía más? Seguramente, así me recuerdo y mucho y ahora también. ¿Y? Reírse no necesariamente significa ser feliz. La risa es una manifestación de un momento y la felicidad no es un momento, es un estado consciente lleno de momentos creados.

¿Que de niña no tenía menos problemas que ahora? Pues… en verdad, no. De niña una piedra en el zapato atraía toda mi atención y hasta pensaba que me impediría seguir el camino. Era la culpable de mi malestar y hasta que no desaparecía, no había más panorama que la piedra. Y de ser una chinita se convertía en una gigantesca montaña pedregosa. ¡Qué poder tenían las cosas en mi infancia!

Pese a la inmensa suerte de haber tenido unos padres estupendos, una hermana hecha a medida, una salud de hierro, una economía próspera, una cultura nutritiva, una educación ilustradora y un ambiente cálido y amable, ahora me siento más feliz, y con diferencia. ¿Que ahora me equivoco con graves consecuencias? ¿Que las paso canutas? ¿Que a veces sufro como una perra? Por supuesto, mi nube de algodón está contaminada, como todas. Pero sigo pensando que ahora es cuando soy FELIZ.

Supongo que para cada uno la felicidad se siente y manifiesta conforme unos parámetros que nos hace inclinar la balanza de un lado a otro. De niña me despreocupaba, andaba protegida, animada, querida, consentida… Aunque también carecía de conocimiento, comprensión y habilidad para manejar mi persona. Y la recuerdo como una etapa de privación de libertad.

El pasado día el pequeño de la casa me dijo: ¿Cuándo podré tomar mis propias decisiones? Y viendo su gesto, me reconocí. Creo que era en esos momentos cuando me sabía dichosa pero con limitaciones, con dependencia, con falta de autonomía. Era lo que me parecía más frustrante, no poder tomar mis propias decisiones, bien por indicación ajena o por incapacidad propia, me mermaba ese estado de plenitud que muchos me cuentan acerca de su infancia. Y así debe ser, porque se les ilumina el rostro contando batallitas infantiles y se ensombrece algo al mentar proyectos presentes o futuros.

Y yo que a veces tengo el aguijón de la curiosidad preparado sin el bálsamo necesario para que no pique y escueza, cuando estaba a punto de hacerlo, no obstante me libré de dañar a una persona. Otra lo hizo por mí. Hace tiempo fui testigo en el vestuario de un gimnasio de una de esas conversaciones trascendentales que si te la ponen en la tele y con buenos actores, te pasas la tarde llorando a gusto.

—¿Sabes? pese a estos michelines, arrugas y este estrés que llevamos, es ahora cuando me siento estupenda. —Decía una del trío. Hay que entender que estábamos en el vestuario de un gimnasio y para disimular que no estás mirando los cuerpos de las demás para compararte y que la recolocación del refajo en 2 milésimas de segundo no es porque te postergas a ti misma sobre todo lo demás, pues te pones a parlotear de lo evidente.

—Pues yo no. Jamás he vuelto a sentirme tan feliz como cuando era pequeña —sentenció una conservada morena.

A mí me dejó el corazón encogido; sus ojos, la verdad, lo decían todo. Minutos antes saltaba sobre el potro de tortura de Pilates y pese a llevarme casi diez años más, me parecía una mujer relativamente jovial. Pero entonces le vi por primera vez sus canas sin ganas teñidas, sus ropas marrones y grises y sus surcos de la cara caídos hacia abajo y en picado. Fue un arranque de sinceridad que acalló nuestra algarabía y cercenó nuestro ánimo.

—Bueno, mujer, será un bache, ya verás cómo… —intentaba consolarla «la estupenda».

—No, nada especial, ha sido así desde entonces. No es que me haya pasado nada especial, o igual es eso… Pero así lo siento. Es lo normal ¿no? conforme cumplimos años y la vida pasa, más infeliz se es —terminó de lapidar «la oscura».

Menos mal que se me adelantó la otra, porque no podía dejar lo que allí se había creado en ese estado de muerte y resignación. Necesitaba saber qué le había llevado a esta mujer a pensar y aceptar esto. Me parecía tan triste y desesperanzador vivir así… Pero «la estupenda», yo creo que por mero impulso reparador, disparó al centro:

—Pues ya no vas a volver a ser pequeña y toda la vida que te queda por delante… Pensar que esto va a peor… ¿Qué vas a hacer?

No recuerdo más palabras, pero sí que «la oscura» hizo un gesto de tragar algo imaginario y al poco salió de la estancia.

Desde entonces no es que me propusiera ser más feliz, es que me pienso y me hago mi vida más plena y significativa. De la sublimación de la felicidad estamos pasando ahora por su ostracismo. Ya veo que dependiendo de a quien escuches, apreciarás una tendencia u otra. Mas lo cierto es que la felicidad no acongoja, no constriñe, no oscurece… Normalmente da sentido a nuestra existencia con dolores, pasiones, sufrimientos, pérdidas y satisfacciones. Es más, me atrevería a decir que si pensara que cada día esto va para peor, el suicido interno está servido.

Claro que fui feliz en mi infancia, pero el único estado de felicidad que importa es el presente. Si no lo fuiste, lo puedes ser ahora. Si lo fuiste, ya sabes que puedes volver a hacerlo. Ni infancia, ni juventud, ni madurez ni vejez, la felicidad no tiene más que un estado: el creado con momentos conscientes.

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