En posesión de la verdad

Ay, pobre, que manoseada anda de mano en mano… La verdad, la verdad… De niña era la cosa más aplastante que había: la verdad. Me podían contar la cosa más absurda del mundo, yo la creía a pies juntillas si detrás decían: es la verdad. ¡Buah! la verdad. No cabía discusión, asomaba por la puerta y ya ni duda, ni excepción ni puntos de vista. Es la verdad. Ya viniera en forma de padre, profesor, amigo, televisión o libro, era la verdad.

En el colegio te seguían alimentando de verdades. Tooodo, absolutamente todo lo que decían los libros eran verdades. Los adoctrinadores estaban de enhorabuena en la época del libro, quedaba como impreso, constante y permanente en el tiempo. Y si seguías leyendo más cosas lo peor que te podía pasar era encontrarte la misma idea defendida de manera semejante. ¡Ya está! aparecía ella, la verdad. ¿Lo ves? Dos, tres, cientos o miles no pueden estar equivocados, eso es la verdad. Y así se conforman las verdades que luego pasan a ser incuestionables.

En la siguiente fase tampoco tuve mucha suerte: la vida me sonrió. Sí, encontraba mis verdades en las sentencias de los tribunales que me daban razón, en los amigos de la misma cuerda de los que me rodeaba, en conseguir más o menos lo que me proponía siguiendo pautas y verdades establecidas. Así era y así debía ser porque la verdad me guiaba. Entonces la verdad tenía su honorable puesto en la librería de mi casa. Seguir la verdad tenía sus ventajas, grandísimas. No cabía pérdida, si te desviabas llamabas enseguida a que te la mostrasen y «la verdad sea contigo».

Pero desperté… no sé qué manía tengo de despertarme así como de golpe, que todavía me pasa a menudo. Será que en los cuentos de princesa me quedaba más con ese despertar a lo Blancanieves o Cenicienta que con la historia del príncipe. ¿Que al pusilámine éste le otorgan el gran don de traerte a la vida de esos paralizantes hechizos? Me parecía tan aterrador el tema, que tu despertar dependiera de otro, que cambiaba los finales y en realidad eran las princesas las que solas conseguían abrir los ojos.

Así que de la misma manera que me quedo dormida de pie en un instante, me despierto en un click mental con sobresalto, eso sí, de cuerpo perezoso. Y un buen día… me desperté. Fue delante de mi coche con las llaves en la mano. Venía de un curso de desarrollo personal. No fue una casualidad, ese curso cambió mi profesión, mi percepción del mundo, mi autoconcepto; vaya, cambió mi vida.

Todavía me acuerdo de ese momento. Acababa de escuchar diferentes puntos de vista, de escribir sobre lo que pienso, de aprender haciendo, de reflexionar acerca de mí y de lo que me rodea, pero estas cosas son así, no te calan hasta que se hace el click. A mí que no me gusta el pellizco ese que se siente en una atracción o en la montaña rusa, no pude escaparme. Estaba parada frente a la puerta de mi antiguo coche, mirando sin ver, cuando el suelo conocido bajo mis pies se fue unos metros más allá. Y entonces lo entendí: no existe la verdad, esto es así porque yo lo veo así.

Me quedé sin plan establecido y me dije, perdonadme la expresión: Joder ¿y ahora qué hacemos? No me atreví a hacerme esa pregunta en singular, tenía que arrastrar a alguien conmigo, aunque fuera imaginario, en esa revelación, en esa búsqueda de respuesta y cuando al fin paré el coche, otra mujer se bajó del mismo. Menos mal que puse la ruta en piloto automático, porque mi mente estaba cazando verdades dentro de sí mientras ellas intentaban salirse.

Así que a partir de ahí, ¡claro que tengo mis verdades! las poseo, las uso, las presto, las renuevo, las elimino, las adquiero al peso… Pero son mías y lo que es de uno, le pertenece a uno.

Tendemos a confundir realidad con la interpretación que de ella hacemos. Realidad será una imagen, un dato, será la palabra escrita, exhalada, un hecho acontecido, mas todo ello no importa si no lo interpretamos. No significa, no se conceptualiza, no existen esas realidades si no pasan por nuestros sentidos y las filtramos. Cuando esas realidades pasan a ser verdades es donde radican los problemas.

Lo que yo veo es dónde le he puesto el foco desde un ángulo, distancia, luz y tiempo exacto. Un dato se extrae conforme a unos criterios y se descartan otros en base a unas mediciones previstas. Lo que escribimos y decimos tiene intenciones, contexto, relaciones implícitas, códigos comunes o dispares. Los hechos se explican dentro de una narrativa, aislados aportan lo mismo que el movimiento detenido. Por ejemplo, el hambre. El hambre es una realidad, pero no hablamos de lo mismo de mi estado a las 13 horas de un día cualquiera, del estado de una anoréxica en plena crisis, o del estado de una mujer en Burundi, a cualquier hora del día de cualquier día.

Y así… así no hay manera de tener una única verdad. Y más desde que sabemos que hay ciegos con vista y conocedores sin contenido y a mayor abundamiento… ¿esto que digo es una verdad?

Cuando me atenaza ese pellizco vertiginoso me calma acudir a mi estantería y tomar a modo de ansiolítico una de las tantas verdades que allí se mantuvieron aparcadas. Dura un ratito porque… no es una sola… sé que no está en todas las estanterías de las casas… y no se muestra constante… Ya no la saco a pasear portándola a modo de estandarte, tan sólo me pertenece a mí. Me volví tan egoísta de mi preciada posesión, que no la comparto si no me la piden o voluntariamente me leen.

A veces el miedo, ese vacío de suelo bajo mis pies, me hace aferrarme a ella, a gritarla a los cuatro vientos… y luego se va… Se va de mano en mano a diversos poseedores.

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