El placer de las cosas rancias

A mí me parecen cosas rancias. Quizá no sea el adjetivo más adecuado, pero los transportes públicos, los metros, aviones, autobuses, taxis y demás, me parecen rancios. Aunque sean nuevos, de última generación, imiten estética Apple o guarden limpieza sepulcral, al final acumulan humanidad que se deposita en las fosas nasales, en la retina de los ojos y en la yema de los dedos. Pues me fascinan, sobre todo los metros.

Siempre que voy a una ciudad de viaje, nacional o extranjera, intento ir en metro. Pero si en supercifie se ve mejor la ciudad, si es peligroso, si está atestado, si en taxi se llega antes… No es cuestión de dinero, no es cuestión de operatividad, es cuestión de gusto. Se ve que esa atracción por ir en metro me viene de mi cierta pátina de cateta de provincias, en mi caso de Alicante. En mi tierra hasta hace pocos años no teníamos metro (o tranvía como finalmente ha sido denominado) y cuando íbamos a Madrid «la capital», usábamos el metro como signo de gran ciudad, de modernez. Por un momento nos sentíamos cosmopolitas, cuando en verdad nos metíamos de lleno en la piel de Paco Martínez Soria.

No es que me gusten los grandes trayectos, las entradas y salidas, los enlaces y conexiones, las esperas o colas, pero sí me llama la atención la organización de las líneas, el empleo del lenguaje por signos, los métodos de control y ver cómo sus sistemas se construyen en torno a su cultura. Por ejemplo, en Londres no está pensado para gente de avanzada edad o para turistas, es complejo y con pocas indicaciones. Funciona más por la costumbre en su uso que por la información transmitida. En Nueva York, Manhattan, es para tontos: vas para arriba o para abajo, a la 1, 2, 3, 4,  paradas numeradas. En París, todo un derroche de chovinismo, con arte, nombres célebres, colorines y recorridos usuales y bellos. En Viena, con escaso control de pago, confiando en la buena fe, honradez y civismo de sus usuarios. En Madrid, con método estricto, aclaraciones, señalizaciones, normas, cartelitos, barreras, funcionalidad y cuanto más gris, mejor.

Sin embargo, lo que más me gusta es lo que se aprende de moda, tendencias sociales, humildad,  gestión de emociones, educación y comunicación. Ni revistas ni nada, te das una vuelta por el metro y ya sabes cómo se colocan los cordones de las zapatillas, qué holgura deben llevar los vaqueros, la altura del borde de las chaquetas y cuáles son los colores que combinan esta temporada. La mayoría de veces se convierte en un desfile improvisado de Zara, incluso fuera de España. Además, de un par de gestos puedes extrapolar el grado de pulimento de la piedra y sus ganas de brillar o quedarse pómez el resto de tu trayecto vital. Hasta la timidez, la falta de estima o la prepotencia se agarra fuerte en las curvas y cambio de velocidad a las barras y asientos.

En espacios tan reducidos y acortando la proxemia a límites que rozan la intimidad, todos observamos, evaluamos, espiamos y nos entretenemos mirando a los demás. Desde el que intenta disimular algo y finalmente es el que consigue llamar más la atención, hasta el que pretendiendo llamarla, se molesta luego por el descaro visual de los demás. Lo que suele marcar diferencias sustanciales en civismo es la soledad o el acompañamiento. El que va solo saca del bolsillo el ticket de respeto y acatamiento de normas. El que va acompañado o en grupo se puede permitir el lujo de extraer de la manga nuevas reglas aplicables al caso.

Supongo que las encuestas y estudios de comportamiento y conducta social las realizan allí. Por así decir, en culturas diferentes a las nuestras, ir en metro en diversas líneas te da la fotografía final. En tu ciudad, te proporciona el álbum de fotos anual.

He de reconocer que lo que peor llevo son los olores, estoy convencida de que tener buen olfato no es un don, es una desgracia. Los dentistas, las lavanderías, los drogueros y fabricantes de tejidos no sintéticos no creo que tengan conciencia plena de la ingente cantidad de clientes potenciales que se congregan dentro de un vagón. Y sin embargo hay olores que no me desagradan: el olor a viejo, a vejez. Me resulta tierno, me recuerda a mis abuelos y mis tardes sentada a su lado escuchando una y otra vez sus historias, manías y visión del mundo. Aunque se acicalaran a conciencia, el aire los oxidaba a mayor velocidad y con mimo.

¿El mejor ambientador? los niños en sus diferentes etapas. Desde el bebote que tras una sonrisa te ofrece su chupete para compartir, el traviesillo que se acaba de llevar una regañina y protesta incongruencias con lengua de trapo, el impertinente que señala y pregunta a su padre por el portador de algún defecto muy expuesto, al inocentón que mira embobado a los adolescentes como si fueran seres rebosantes de libertad mientras él todavía tiene que aceptar que le tomen la mano en público.

Mil gracias doy por disponer de una herramienta tan sencilla para proporcionarme instantes de auténtico placer. Casi siempre hay ocasión de ayudar a alguien que se pierde, se le caen las cosas, no dispone de la información correcta o se siente ridículo por alguna patosería que al recibir un gesto de comprensión apacigua su malestar. Ese micro servicio prestado desinteresadamente me alegra desde la punta de los pies hasta mi último rizo. No siempre estoy tan accesible y solidaria, tengo mis largos ratos de egoísmo exacerbado en los que con los cascos puestos, libreta en mano y cabeza baja en el móvil me evado de cualquier contrariedad que a los demás les acontezca. Ya si eso, que le atienda otro, que para eso vamos muchos…

Mas, incluso en esos momentos, la atmósfera se impregna de tediosa rutina, de bultos escurridos, de complacencia insana, de agresividad pasiva, de descuido por los demás…  se torna todo tan rancio, que te vuelve a reconciliar con la humanidad y te saca de ti para que aportes más poso, o limpies lo suficiente para que siga quedando rancio, pero con encanto.

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