Ejemplo de empatía de andar por casa

¡Qué gran lección me dio el otro día una vecina! Me admira la cantidad de oportunidades que tenemos para cambiar cosas que no nos gustan de nosotros mismos como personas, como profesionales o como padres en cada pequeño instante de nuestra vida. Pensamos poco, nos dicen a veces, pero claro, hacerlo a menudo y constantemente a mí al menos, me desgastaría tanto, que no me movería y adolezco de un gran mal muy extendido: querer abarcar hasta el infinito. Pues bien, muchas veces me enchufo el piloto automático para hacer cosas que erróneamente considero rutinarias o de poco valor y en esas estaba…

Era un día entre semana y venía de recoger a mis hijos de la parada del autobús. Salen del susodicho vehículo como toros pinchados y encima se meten gasolina en forma de bocatas, así que el trayecto de la calle hasta casa, es de todo menos tranquilo. No les da tiempo a apaciguarse y casi siempre arramblan con las puertas y el ascensor haciendo carreras y compitiendo a ver quién es el más cafre de los dos. A mí me suele dar entonces por practicar yoga a mi manera, porque nunca he ido a clases, es decir, miro para otro lado para guardar mi paz interior mientras no dañen nada y espero que la marea decaiga.

Pero lo cierto es que cuando me cruzo con alguien me suelo incomodar aunque en verdad no estén molestando. Tiendo a pensar que la algarabía, el estallido de risas o correr en vez de andar pausadamente enturbia la serenidad ajena. Claro, lo pienso porque llevo a rastras muchos años de educación ochentera: no corras, estáte quieta, cállate, ponte  seria, anda despacio, no te rías… O sea, no te comportes de niña como si fueras una niña. Que conste que no estoy hablando de situaciones donde los niños empujan, pisan, chillan en recintos cerrados y esas cosas, tan sólo hablo de actos comunes de niños latinos que expresan físicamente el estrés y la alegría. Y digo esto porque leí con horror un artículo que bendecía una educación y un estilo de vida silenciosa desde casi bebés donde los 3 decibelios se consideraba pernicioso para el óptimo rendimiento cerebral que, evidentemente, no casa nada con nuestra cultura mediterránea.

Así que cuando esa tarde entramos en el ascensor con esta vecina de más de mediana edad y a mis hijos se les notaba inquietos, con risas y dándose manotadas, apunto estaba de llamarles la atención, pero esta señora les miró y les dijo: «¿Estaréis ya cansados después de tanto cole, verdad?» Se obró un milagro, cesaron inmediatamente para mirarla sonrientes y al unísono respondieron que sí. Tan sólo esto bastó para que se calmaran hasta que se abrieron las puertas y luego volver a salir atropelladamente con la misma energía que entraron. Eso sí, mi hija más o menos consciente de la situación comentó sorprendida que era muy agradable esa señora.

Lo que mi vecina hizo fue ponerse en el lugar de unos niños de 7 y 9 años ansiosos por llegar a su casa y hartos de todo un día de normas y reglas, evitando también dejarme a mí en mal lugar como la típica madre más pendiente de quedar bien de cara a la galería, que de entender y encauzar esos momentos infantiles con naturalidad. No me lo tomo al pie de la letra, porque si llego yo a decirles lo mismo, mis hijos me comen allí en dos metros cuadrados, pero sí me recordó que enfocar las situaciones desde el otro y no desde nuestro punto de vista, nos lleva a la solución idónea.